domingo, 26 de abril de 2015

La singladura de Occidente 12


La Singladura de Occidente

Capítulo 12
El sapo y la charca

Con nuestro Espíritu, también nos han arrebatado la Voluntad, la auténtica, la del Espíritu Humano que realmente somos; y por ello, no sabemos hacia donde caminar; y por ello, seguimos encerramos en nuestro caparazón narcisista. Porque hay caparazones para todos los gustos: el caparazón de la patria, el de la religión, el de la raza, el de la razón..., el nacionalista y el de la tortuga y, el más terrible de todos, el del Poder, ese que todos ambicionamos poseer. Asustados, nos replegamos como los erizos y enseñamos las púas. Pero no nos damos cuenta que de ese miedo procede nuestra obsesión por la seguridad, por la defensa de la ley y el orden como control, por las pólizas de seguros para cualquier riesgo inimaginable...; la obsesión de que todo esté bajo vigilancia (la mejor sorpresa es que no haya sorpresas). De ese miedo procede también el aumento de la intolerancia que venimos padeciendo, cuya punta de iceberg es el grito fundamentalista, incluyendo el fundamentalismo de la Ciencia que no acepta más verdad que la suya, y el fundamentalismo de la Técnica que se proclama única solución posible para todos nuestros males.
(...)

Yahwé ordenó a Abrahán que le sacrificara a su hijo Isaac. El dios Progreso nos conmina a que lapidemos a nuestra Madre la Tierra. En el caso de Abrahán, sólo era una prueba y Dios salvó a Isaac. ¿Qué dios salvará a la Tierra y, con ella, a nosotros? La conciencia moderna sabe que ha devastado el planeta, pero de forma inconsciente confía en que alguna milagrosa tecnología o voluntad extraterrestre podrá salvarnos. En nuestra cultura no hay nadie como Abrahán que tenga tanta fe en el ser humano como para proclamar: ¡El dios Progreso ha muerto! ¡Ahora queremos que nazca la Humanidad, porque eso es lo que quiere la Tierra!
A pesar de nuestra fé en la Ciencia, que también dicen que progresa “que es una barbaridad”, Edgar Morin nos advierte que “nadie puede fundarse hoy día, en su aspiración de conocimiento, en una evidencia indudable o en un saber definitivamente verificado. Nadie puede edificar su pensamiento sobre una roca de certidumbre.” (El Método 2. La Vida de la vida).
Quiero contarles una fábula. La cuenta Mauricio Abdalla en la introducción de un librito conjunto con Guillermo Agudelo y Máximo Sandín llamado “Darwin, el sapo y la charca”. Dice así: había una vez un sapo que estaba convencido de que los límites del mundo posible se reducían a los límites de su charca, en la cual había nacido y vivía. Nuestro sapo se sentía muy orgulloso porque decía conocer muy bien su charca, luego generalizaba y creía que por ello, también conocía muy bien el universo. Un día, se acerco a su charca otro sapo que, en otros tiempos, había salido de esa misma charca a “ver mundo” y, ahora, volvía a ella. En su viaje cruzó ríos y montañas e, incluso llegó hasta el mar. Cuando intentó explicar al sapo que no había salido nunca de su charca que esta no encerraba toda la verdad del mundo, fue rechazado con violencia y desacreditado por el sapo que juzgaba poseer los conocimientos suficientes y necesarios sobre todo el universo al conocer muy bien su propia charca.
Aunque la fábula termina ahí, Abdalla imagina que, a pesar de todo, nuestro sapo se ve acometido por un naciente espíritu crítico que le lleva a abandonar su prepotencia y a plantearse cuestiones que antes nunca se había planteado. ¿Y si la charca no encierra toda la verdad? ¿Acaso en la historia de los sapos no ha habido ya innumerables certezas sobre miles de millones de sosas? ¿Acaso a lo largo de su historia muchas de esas cosas no fueron consideradas como verdaderas, y luego se revelaron como incompletas? ¿No sería también mi certeza sobre que los límites de la charca encierran toda la verdad sobre el mundo, una de esas verdades incompletas o parciales?
Nuestro sapo, como dice Abdalla, era un sapo muy culto y erudito y se acordó que una vez hubo un sapo que había elaborado una hipótesis geocéntrica; y otro, una hipótesis sobre la tierra plana; y otros sobre el mundo de las ideas, incluso sobre los átomos indivisibles… ¡Había tantas teoría que una vez fueron verdades y certezas! ¿Cuántas de ellas no terminaron siendo insuficientes para explicar la realidad del mundo?
¿Cuántos, no digo ya “científicos”, sino seres humanos, no se comportan como nuestro sapo? Aunque los autores del librito donde he encontrado esta fábula, la usaron para  desmontar la teoría darwinista sobre la evolución como una verdad definitiva, a pesar de las abrumadoras pruebas que hay en su contra, y de los peligros que supone hablar de lo que existe más allá de ella, como ellos hacen, todos deberíamos impregnarnos de una actitud crítica que nos ayude a pensar una “verdad” más amplia e incluyente.
Aunque nuestro espíritu crítico, si es que al hombre corriente le queda algo que pueda llamarse así -nos lo robaron los detentadores de las verdades absolutas junto con nuestro Espíritu Humano-, debiera plantearse también preguntas como estas: ¿Por qué conceptos como “amor”, “solidaridad”, “cooperación”, “altruismo”, “sensaciones”, “percepciones”, “intuiciones”…,  no forman parte del vocabulario científico o, por lo menos, no se utilizan como algo fundamental cuando se explican los procesos de la naturaleza? Porque no es sino la “competencia” y la “ley de macho dominante” lo que prevalece en ella. ¿Por qué tales conceptos no aparecen siquiera en las Ciencias llamada Humanas o Sociales? Piensen en ello.
 

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