La Singladura de Occidente
Capítulo 12
El sapo y la charca
Con
nuestro Espíritu, también nos han arrebatado la Voluntad, la auténtica, la del Espíritu Humano
que realmente somos; y por ello, no sabemos hacia donde caminar; y por ello,
seguimos encerramos en nuestro caparazón narcisista. Porque hay caparazones
para todos los gustos: el caparazón de la patria, el de la religión, el de la
raza, el de la razón..., el nacionalista y el de la tortuga y, el más terrible
de todos, el del Poder, ese que todos ambicionamos poseer. Asustados, nos
replegamos como los erizos y enseñamos las púas. Pero no nos damos cuenta que
de ese miedo procede nuestra obsesión por la seguridad, por la defensa de la
ley y el orden como control, por las pólizas de seguros para cualquier riesgo
inimaginable...; la obsesión de que todo esté bajo vigilancia (la mejor
sorpresa es que no haya sorpresas). De ese miedo procede también el aumento de
la intolerancia que venimos padeciendo, cuya punta de iceberg es el grito fundamentalista,
incluyendo el fundamentalismo de la
Ciencia que no acepta más verdad que la suya, y el
fundamentalismo de la Técnica
que se proclama única solución posible para todos nuestros males.
(...)
Yahwé
ordenó a Abrahán que le sacrificara a su hijo Isaac. El dios Progreso nos conmina a que lapidemos a
nuestra Madre la Tierra. En
el caso de Abrahán, sólo era una prueba y Dios salvó a Isaac. ¿Qué dios salvará
a la Tierra y,
con ella, a nosotros? La conciencia moderna sabe que ha devastado el planeta,
pero de forma inconsciente confía en que alguna milagrosa tecnología o voluntad
extraterrestre podrá salvarnos. En nuestra cultura no hay nadie como Abrahán
que tenga tanta fe en el ser humano como para proclamar: ¡El dios Progreso ha muerto! ¡Ahora queremos que
nazca la Humanidad,
porque eso es lo que quiere la
Tierra!
A pesar de nuestra fé en la Ciencia, que también dicen
que progresa “que es una barbaridad”,
Edgar Morin nos advierte que “nadie puede
fundarse hoy día, en su aspiración de conocimiento, en una evidencia indudable
o en un saber definitivamente verificado. Nadie puede edificar su pensamiento
sobre una roca de certidumbre.” (El Método 2. La Vida de la vida).
Quiero contarles una fábula. La cuenta
Mauricio Abdalla en la introducción de un librito conjunto con Guillermo
Agudelo y Máximo Sandín llamado “Darwin,
el sapo y la charca”. Dice así: había una vez un sapo que estaba convencido
de que los límites del mundo posible se reducían a los límites de su charca, en
la cual había nacido y vivía. Nuestro sapo se sentía muy orgulloso porque decía
conocer muy bien su charca, luego generalizaba y creía que por ello, también
conocía muy bien el universo. Un día, se acerco a su charca otro sapo que, en
otros tiempos, había salido de esa misma charca a “ver mundo” y, ahora, volvía a
ella. En su viaje cruzó ríos y montañas e, incluso llegó hasta el mar. Cuando
intentó explicar al sapo que no había salido nunca de su charca que esta no
encerraba toda la verdad del mundo, fue rechazado con violencia y desacreditado
por el sapo que juzgaba poseer los conocimientos suficientes y necesarios sobre
todo el universo al conocer muy bien su propia charca.
Aunque la fábula termina ahí, Abdalla imagina
que, a pesar de todo, nuestro sapo se ve acometido por un naciente espíritu
crítico que le lleva a abandonar su prepotencia y a plantearse cuestiones que
antes nunca se había planteado. ¿Y si la charca no encierra toda la verdad? ¿Acaso
en la historia de los sapos no ha habido ya innumerables certezas sobre miles
de millones de sosas? ¿Acaso a lo largo de su historia muchas de esas cosas no
fueron consideradas como verdaderas, y luego se revelaron como incompletas? ¿No
sería también mi certeza sobre que los límites de la charca encierran toda la
verdad sobre el mundo, una de esas verdades incompletas o parciales?
Nuestro sapo, como dice Abdalla, era un sapo
muy culto y erudito y se acordó que una vez hubo un sapo que había elaborado una
hipótesis geocéntrica; y otro, una hipótesis sobre la tierra plana; y otros sobre el mundo de
las ideas, incluso sobre los átomos indivisibles… ¡Había tantas teoría que una
vez fueron verdades y certezas! ¿Cuántas de ellas no terminaron siendo
insuficientes para explicar la realidad del mundo?
¿Cuántos, no digo ya “científicos”, sino
seres humanos, no se comportan como nuestro sapo? Aunque los autores del
librito donde he encontrado esta fábula, la usaron para desmontar la teoría darwinista sobre la
evolución como una verdad definitiva, a pesar de las abrumadoras pruebas que
hay en su contra, y de los peligros que supone hablar de lo que existe más allá
de ella, como ellos hacen, todos deberíamos impregnarnos de una actitud crítica
que nos ayude a pensar una “verdad”
más amplia e incluyente.
Aunque nuestro espíritu crítico, si es que al
hombre corriente le queda algo que pueda llamarse así -nos lo robaron los
detentadores de las verdades absolutas junto con nuestro Espíritu Humano-, debiera
plantearse también preguntas como estas: ¿Por qué conceptos como “amor”, “solidaridad”, “cooperación”,
“altruismo”, “sensaciones”, “percepciones”,
“intuiciones”…, no forman parte del vocabulario científico o,
por lo menos, no se utilizan como algo fundamental cuando se explican los
procesos de la naturaleza? Porque no es sino la “competencia”
y la “ley de macho dominante” lo que
prevalece en ella. ¿Por qué tales conceptos no
aparecen siquiera en las Ciencias llamada Humanas o Sociales? Piensen en ello.
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