<PUBLICADO EN LA GACETA DE CANARIAS EL 07/11/1993>
<PAGINA>: LA OTRA PALABRA
<TITULO>: Carta a mi madre
<SUBTITULO>: Relato de una experiencia
<AUTOR>: Rafael C. Gómez
<SUMARIO>: Cuando la persona fallecida corta sus lazos con la "carne", el espíritu se libera; en forma similar debe ser liberada la imagen de esa persona que guardamos en nuestro interior.
<CUERPO DEL TEXTO>:
Va para cuatro meses
que emprendiste ese viaje del que muchos dicen que es sin retorno, aunque tu y
yo sabemos que tenemos que volver a esta escuela planetaria, mientras no
hayamos aprendido lo que nos trajo aquí por vez primera.
He querido dejar pasar
ese tiempo prudencial que tu espíritu necesitaba, después de abandonar tu
última vestidura de carne, para desprenderse de todo aquello que constituyó tu
vida personal, a la vez que comenzabas a conocer esa nueva realidad en la que
ahora te encuentras. Una realidad en la que ya no tienes nombre ni forma.
(...)
Lo que nos ha sucedido,
esa ruptura llamada muerte, tu lo sabes ahora, no tiene más objeto que el
hacernos libres, porque sólo en las encrucijadas dolorosas se alcanza la
libertad. Cuando los lazos con la carne son cortados, el espíritu se libera;
pero en forma similar debe ser liberada la imagen de la persona fallecida que
guardamos en nuestro interior. Una imagen a la que nos aferramos y de la que no
nos queremos desprender porque hemos puesto en ella, la mayor parte de las
veces, nuestras dependencias. Por ello se siente tanto dolor cuando se marcha
un ser querido para nacer en otra dimensión.
Ha sido para mí un
trabajo difícil y duro, cortar las ligaduras de tu imagen en mi interior.
También doloroso. Tuve que asumir tu muerte un año antes de que ocurriera
cuando conocí lo irreversible de tu enfermedad. Cuando te marchaste, aunque mi
espíritu se tambaleó por el golpe que ello supuso, supe acompañarte con mi amor
-esa palabra que tendríamos que aprender a descifrar- a través de esa Gran
Iniciación en la que se conoce a Dios, que es la muerte.
Se que tu conoces como
va la vida de los que a este lado de la frontera, quedamos tras tu partida.
Cuando digo tú, no me refiero a la personalidad que aquí tuviste, sino a esa
energía luminosa y consciente que transporta la experiencia de todas tus
encarnaciones.
Desde tu posición
privilegiada ves que cada uno de los que fueron tus hijos, esposo y familiares,
lleva su orfandad a su manera; cada uno a cuestas con su dolor y trabajando,
más o menos conscientemente, en la liberación de tu imagen en ellos.
Respecto a mí te diré
que cuando nos despedimos una semana antes de que te marcharas, cuando fui a
verte por unos días, ambos supimos que aquel abrazo que nos dimos sería el
último de esta vida. Con ese mismo abrazo, los últimos lazos que nos unían, las
últimas ligaduras que sujetaban tu imagen de madre en mi corazón, quedaron
rotas y te dejé mi imagen de ti para que la llevaras contigo.
Con ello, mi
aferramiento a lo que de ti fue en esta vida mi realidad quedó roto y pude
contemplar tu marcha con serenidad y comprensión. Mi dolor del primer momento
se transformó en amor, el sentimiento se hizo visión y te vi entrar en esa
nueva dimensión en que ahora te encuentras, liberada de la lástima por el dolor
de los que aquí dejaste.
En estos meses
transcurridos desde tu marcha, he meditado profundamente sobre ti, sobre todo
en ese papel de mujer, esposa y madre que asumiste en esta tu última vida. En
la manera en que representaste tu papel.
Me di cuenta que no hay
grandes saltos a lo desconocido, como soñamos muchos de los que andamos por
estos caminos de lo esotérico; que lo que hay es lo cotidiano, que nos permite
hacer en cada instante la elección necesaria: abandonarse a la naturaleza
pasiva con resignación o permitir que la vida fluya libremente sin querer
retenerla por mucho amor que digamos tener por los seres que la viven.
En mia meditación
contemplé tu renuncia a retener el fluir de la vida de aquellos que fuimos tus
hijos, aunque tu no estuvieras conforme con el acontecer; incluso apoyaste ese
fluir en nuestros propios aciertos y errores, a pesar del dolor que nuestra
decisión pudiera haberte causado. Nos diste el espacio vital, la distancia
física y psicológica necesaria para que esa experiencia, nacida de nuestra
decisión o de lo que nuestra propia vida nos traía, pudiera desarrollarse en
nosotros. Nunca sentimos el agobio de tu preocupación en nuestro vivir. Siempre
hubo amor y palabras consejeras cuando te las solicitábamos. No retuviste la
imagen de los niños que éramos en ti; tampoco impediste la ruptura de ese
cordón umbilical, ahora emocional y psicológico, que como niños nos unía a ti.
Esos nudos del corazón que se convierten en barreras infranqueables, pero que
hay que cortar para que el espíritu crezca y se libere. Te doy las gracias por
ello.
En los días siguientes
a tu marcha, me sentaba en tu sillón y pensaba en el pasado. Experimenté que
las imágenes de ese pasado no eran simples recuerdos en mi memoria. Te cuento
esto porque se que te gustaba escuchar mis experiencias del más allá.
Como te decía, tuve la
experiencia de percibir que cualquier recuerdo no es realmente un verdadero
pasado. Solemos creer que el recuerdo está fuera de cualquier experiencia
presente, pero allí, el recuerdo era yo en ese presente proyectado por el foco
de la conciencia que se expandía.
Creemos que la imagen
del recuerdo está en una memoria del pasado, al igual que un nosotros que recuerda.
Pero la imagen aparecía ante mí como un presente perpetuamente extendido. No
era una mera tajada de la realidad, sino que la contenía toda.
El problema es que nos
identificamos con la imagen del recuerdo, creyendo que es algo que está fuera
de nuestro presente, en algún lugar de nuestra memoria, por lo que se hace
imposible que volvieras a pasar tus manos sobre mis cabellos en una dulce
caricia.
Pero, sentado en tu
butaca, la parte de mi que observaba y que no era diferente de la parte de mi
que extraía el recuerdo de la memoria, no lo hacía en ningún lugar del pasado;
tu caricia, que yo creía recuerdo, era real en ese mismo momento en el fluir de
mi conciencia expandida. Era como esas fotografías de alta velocidad que nos
ofrecen en una sola forma, en un solo cuerpo-tiempo, cada uno de los
movimientos de la bailarina a lo largo de la danza.
La conciencia ordinaria
sólo capta las distintas posiciones, una a una; no se da cuenta que cada una de
ellas no está separada de las anteriores. Y así como existe un cuerpo-tiempo de
la vida de cada uno de nosotros, existe en él también el de todas las relaciones,
actos, encuentros, que tejen un inmenso tapiz que se prolonga más allá de esta
vida, en una dimensión sin tiempo, porque abarca todas nuestras vidas con todo
lo que ellas contienen, formando un inmenso tejido vivo por el que fluye la Vida Una.
Así que tu caricia,
querida madre, estaba allí, ante mi conciencia, lo mismo que la sensación y el
sentimiento que provocaron en mí, junto a tantos otros recuerdos. Lo asombroso
es que ¡estaba vivo! Era real ¡ahora! No algo que ocurrió hace años, sino en
ese mismo presente en que lo contemplaba. Lo que ocurre es que para la
conciencia dormida y aferrada, tu caricia y mi sentimiento, así como tu muerte
y mi dolor, eran sólo momentos del inmenso tapiz en el que los seres proyectan
su conciencia desde esta dimensión que presenta las cosas separadas por el
tiempo.
Esperamos algún milagro
que nos saque de una situación dolorosa. Tal milagro no existe. Nosotros mismos
hacemos el milagro en el trabajo duro y difícil de cada día, al situar nuestra
mirada en una posición más amplia y abierta de ese proyector de la Vida Una que es la
conciencia. Su amplitud nos permite ver que las acciones, experiencias, amores
y desamores de nuestra vida y de todas las vidas, están vivas ¡ahora! Nada ha
muerto en un pasado. Todo sigue ahí en ese tapiz por el que pasa su mirada la
conciencia.
Te digo adiós, querida
madre. ¡Qué tu espíritu siga ascendiendo hacia la Luz! Tu amor sigue estando en
mi corazón. Que mi amor te acompañe hasta que nuestros espíritus vuelvan a
encontrarse en otro dibujo del tapiz del Universo.
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