Viaje a Bolivia y
Perú
-Del 17 de Agosto
al 1 de Septiembre-
(Una visión personal)
(Continuación)
Mi visita a Tiwanaku (1)
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Mi visita a Tiwanaku (1)
El día ha amanecido gris, El cielo esta cubierto y ha
nevado en las montañas. Por la ventana puedo apreciar las cumbres nevadas que
rodean a la ciudad. Después de ducharme me visto, abrigándome bien, ya que soy
muy friolero, y bajo a desayunar. Luego, en el pequeño lobby me dispongo a
esperar a los guías que, a las ocho en punto pasan a recogerme. Sin más
preámbulos y después de los buenos días y los saludos formales, nos montamos en
el todo terreno y tomando dirección noreste nos disponemos a salir de la ciudad.
(...)
(...)
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Una vez que salimos de la ciudad, ascendemos hasta llegar
al altiplano. A través de la ventanilla del coche hago una fotos del paisaje
que nos rodea. La llanura aún conserva restos de la nevada de esta noche y, al
fondo, las cumbres nevadas de las montañas.
De trecho en trecho, algunos caseríos o poblados a los
bordes de la carretera, se nos muestran fríos y solitarios. Como entumecidos
los la nevada. Por lo que recuerdo de mis estudios, el altiplano andino tiene
una altitud promedio de unos 4.000 metros. Aquí dentro, con la calefacción
del coche no se percibe, pero ahí fuera debe hacer un frío de mil demonios.
Pepe me informa que a este paisaje se le llama “puna”. Este zona se ubica en la Meseta del Callao que se extiende desde el sur
del Perú hasta el norte de Chile. Al parecer el nombre de la meseta derivaría
de una palabra aymará, “qullawi” que
designaría a la tierra de los Colla. El Colla
fue uno de los reinos aymaras asentados en los alrededores del lago Titicaca.
Este paisaje desolado y frío es tierra de vientos, que es otro de los nombres
por los que se le conoce.
También me explica que aquí crece una vegetación esteparia
con especies como la tola, la yareta, algunos cactus y los pajonales de ichu
y paja brava.
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Tola |
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Yareta |
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Entre la fauna encontramos el armadillo, el flamenco andino,
el cóndor, el puma, la vicuña, la llama, el zorro, el avestruz andino
o Suri y la chichilla. Me intereso por la economía de las gentes que viven en
el altiplano y me explica que además de extraerse sal, existen yacimientos de potasio,
litio, estaño, plata, cobre, tungsteno, antimonio y zing.
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El "chuno" y la "tunta", que es el chuno blanqueado |
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Plato de maíz con “chuno” y ají de carne. Muy rico |
Las gentes cultiva tubérculos como la papa (y dos de sus subproductos: el chuño y la tunta) y el olluco.
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El Amaranthus caudatus, también conocido como “quinua” |
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Planta de la “quiwicha” y grano |
Igualmente plantan cebada,
trigo, quinua y quiwicha. En los
huertos cultivan habas y arbejas. No falta la cría de ganado:
además de la llama y la vicuña, se crían ovejas, cabras, vacas y cerdos.
De vez en cuando, aparecen grupos de casas, el algunas hay
grupos de gente, como si esperasen entrar para comprar algo. También hay guirnaldas
y adornos, como si fuera a haber una fiesta; un hombre, sobre el tajado,
instala una bandera boliviana. El frío y en ambiente, así como las casas sin
enlucir, más parecidas a chabolas, me producen una gran sensación de pobreza.
No exteriorizo lo que pienso para no molestar a los guías.
Saco a relucir el tema del lugar al que vamos a visitar:
Tihuanaco. Comento que hace uno meses, leí un libro, bastante interesante, “La
Formación del
Estado Prehispánico en los Andes” que tenía como subtítulo, “Origen y desarrollo de la sociedad segmentaria
indígena”, escrito por el antropólogo Juan V. Albarracin-Jordan y publicado
por la Fundación Bartolomé
de las Casas, ubicada en La Paz. Supe
de él leyendo una revista y a través de mi librería lo mandé a pedir. En el
prefacio, un párrafo llamó mi atención, pues se refiere a algo que ya observé
en México. Señala el autor que el antropólogo y el arqueólogos se mueven en “…un escenario político, lleno de prejuicios y
de agrios discursos sobre la alteridad”. Añade también como de “forma ficticia” se separan los objetivos
de la antropología cultural y los de la arqueología, cuando en realidad sus objetivos
son comunes. “Esta ilegítima
diferenciación solo ha producido sesgos en el desempeño profesional; una
interpretación caricaturesca que el resto de la población ha hecho del
etnógrafo (un aventurero entre caníbales) y el arqueólogo (el clásico “buscador
de tesoros”).”
Opino que tiene razón. Esta caricatura es la culpable de
la “demarcación de territorios” en
los cuales los arqueólogos solo deberían ver “cuestiones del pasado remoto…(concebido como el conjunto de monumentos
y objetos de origen precolombino que, hoy, tienen mayor valor de espectáculo
que de conciencia histórica)”; mientras que, por otra parte, se piensa que
“los antropólogos culturales deberían
estudiar solo a los indígenas actuales, sino asemejarse a ellos”. Lo
trágico es que tanto unos como otros se han creído y, por ello, asumido sus
propias caricaturas.
Conozco a algún arqueólogo y también algo de Arqueología, y
siempre he tenido la impresión que para los arqueólogos, el tema de su estudio,
es como si no tuviera nada que ver con la sociedad actual, como si solamente
fuera algo del pasado, y se defienden violentamente cuando se les dice que lo
que ellos descubren si tiene que ver con los hombres de hoy. Por su parte, el
antropólogo se ha circunscrito a lo “indígena”,
al menos en la antropología y arqueología americana.
Lo que me parece interesante de este libro es que intenta
explicar el conocimiento que se tiene hasta ahora de los procesos que
caracterizaron el inicio y desarrollo de la civilización andina en la Cuenca del lago Titicaca y
que significado tiene esta civilización con la sociedad actual de esos lugares.
“Luego de dos
décadas de trabajos que realicé en torno a Tiwanaku, considero que su
importancia histórica está estampada en la constante invocación que los movimientos
indígenas del altiplano hacen para reivindicar su estatura histórica y política
en el marco de las nuevas configuraciones sociales. Si bien, la nueva ideología
ancestralista manifiesta estar abiertamente inspirada en el pasado indígena, su
fuerza política parece haberse agotado en la intuición mítica. En esta dinámica
de significados, la historia de Tiwanaku y de la sociedad prehispánica en
general, se reduce a una propaganda efímera que responde, en general, a
intereses ajenos a la genuina reivindicación política y al desarrollo de los
pueblos andinos en el siglo XXI.”
En estas palabras se encuentra, desde mi punto de vista,
una de las cuestiones fundamentales en la interpretación del pasado. Es común a
todos los movimientos de raigambre nacionalista o de otra índole, la búsqueda
de “raíces”, enraizarse en algún
momento del pasado donde, psicológicamente, encontrar estabilidad como pueblo y
como individuo. Por ejemplo: para los indígenas de México, ya desde la
conquista, sus raíces más inmediatas se encontraban en el Imperio azteca que
Cortes acababa de conquistar. Para los conquistadores, y para los
investigadores después, todo lo mexicano era reducido a lo azteca. Igual
ocurrió aquí en los Andes tras la caída del Imperio Inca en manos de Pizarro.
La visión posterior indígena y la de los especialistas que lo han investigado,
ha quedado igualmente reducida a lo Inca. La figura de lo Azteca y de lo Inca
se moldea en la actualidad, no a partir de criterios científicos, sino de exigencias externas al contexto histórico en
el que se desarrollan. Así, como señala nuestro investigador, “cuanto más grande en la demanda por lo
exótico, aún más exótica se vuelve la oferta”, y es aquí donde se hecha de
menos una veraz interpretación del pasado histórico, sin reduccionismo ni
misticismo, en relación a las necesidades indígenas de seguir sintiéndose
arraigadas a lo que consideran sus ancestros.
He escuchado, no solo en México -aquí en Bolivia apenas he
tenido tiempo en los pocos días que llevó, pero ya algo he percibido-, sino
también en Tenerife donde hay una amplia comunidad de indígenas de todos los países
latinoamericanos, la descripción de un pasado prehispánico con alegorías de
haber sido una sociedad perfecta, llena de virtudes, moralidad, equilibrio y
paz. Todo un pasado idílico. Por lo que se, aunque se eche mano de la memoria
oral y colectiva, se obvia la interrelación que hubo, al igual que hoy, entre
las diversas culturas, tanto durante la época prehispánica, como durante la
época colonial y luego durante la república. Se ha creado así una imagen inventada
de la antigua sociedad inca insuflándole un precepto telúrico eterno.
Las posturas más radicales de indigenismo, algunas con
cortes racistas, recubiertas de culturalismo y misticismo señalan que:
“La sabiduría andina
-que no es conocimiento- consiste en saber criar y en saber dejarse criar en
este mundo vivo y vivificante al que se ama sin reserva alguna así como es,
pero al que también desde hace 500 años estamos tratando de recuperar, con todo
serenidad, en la plenitud de su salud curándolo cotidianamente en la enfermedad
del colonialismo, enfermedad grave a la que pronto venceremos” (Eduardo Grillo
Fernández, 1993). Citado por Juan V. Albarracin-Jordan. Grillo, peruano, era ingeniero
agrónomo (1938-1996).
No se trata de que el mundo no sea un ser vivo, yo eso no
lo pongo en duda, ni de que esa vida se simbolice en una figura mítica llamada pachamama, se trata de que el
colonialismo, como fenómeno cultural, no lo inventamos los españoles ni los europeos,
tiene miles de años, lo han practicado todos los pueblos, incluidos los Aztecas
y los Incas que colonizaron y explotaron a los pueblos que había en esos
lugares antes de que ellos aparecieran en la Historia. Se trata de que
precisamente este colonialismo, en este caso Inca, es desestimado y el único
colonialismo es atribuido a la colonización hispana y europea que comenzó con
la llegada de Colón a América. Cuando la Arqueología pone de manifiesto las barbaries
cometidas por tribus guerreras como los Incas y los Huaris, la visión
indigenista las rechaza, aunque la Arqueología y la Antropología también
cometen un error parecido al generalizar la idea de que puesto que hubo tribus
guerreras, todo el pasado de las culturas americanas es visto bajo la óptica de
la violencia. Y no se trata de que no hubiera enfrentamientos, sino que estos
no fueron generalizados. El año 690, al que hacen referencia los mitos de la inundación y de los que ya
se ha hablado en capítulos anteriores, señala que fue a partir de esa fecha
cuando la violencia generalizada hizo su aparición.
Otra de las cosas que me ha gustado de este libro es que
hace una un enfoque histórico de todo el proceso de investigación de Tihuanaco
(la fonética inglesa hace que los académicos escriban Tiwanaku), desde la época
en que los primeros españoles del siglo XVI contemplaron sus ruinas.
Conforme nos adentramos en la puna el paisaje se hace más
desolado y el cielo se oscurece a causa del manto de negras nubes que cubren el
cielo. Me viene a la memoria aquel verso de León Felipe que dice: “el campo es todo llanura, llanura…/ y en la
llanura ni un árbol”. Claro que se refería a la meseta castellana. Nunca
ningún poeta ha expresado un sentimiento de soledad como León Felipe en este
verso.
La carretera se acerca a las montañas, sus laderas a los
lejos aparecen nevadas a nuestra mirada; las pendientes más cercanos a
nosotros, aún conservan la nieva caída esta mañana. Junto a la carretera,
algunos caseríos, cuyos habitantes parecen dedicarse a la cría de animales,
pasan ante nuestra vista como silenciosas y oscuras sombras.
El paisaje concuerda con la descripción que de estos
lugares hace Bartolomé Mitre en su diario de 1862 cuando pasó por estos lugares
y visitó Tiahuanaco: “No creo que exista en la naturaleza un paisaje más
agreste, más triste y más grandioso a la vez”. Debe ser por la impresión de lo
que contemplo, pero siento una profunda congoja en el alma.
Rompiendo la gélida monotonía, un tren de mercancías se cruza
con nosotros como una fugaz aparición, desapareciendo a nuestra espalda.
Un cartel cos anuncia que estamos entrando en Tihuanaco.
No se que voy a encontrar aquí, presiento que mi anhelante deseo de visitar
este lugar sobre el que tanto he leído va a tener algunas dificultades.
(Continua)
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