jueves, 20 de diciembre de 2018

La Enseñanza esotérica (24)

La enseñanza esotérica
(24)

El principio masculino - femenino


¿Se han preguntado alguna vez que es un “principio”?
La etimología de la palabra la hace derivar del latín “principium” que significa comienzo; a su vez, el prefijo “prin” significa primero, en primer lugar; luego “principio” vendrá a ser aquello que se toma en primer lugar. El concepto podemos aplicarlo a los valores, a la moral, a la ética, a las matemáticas, etc. De ahí que un “principio” sea concebido como una “ley” que se cumple “de forma natural” o que se desarrolla en un proceso cuya finalidad es conseguir un propósito.
(...)

El diccionario de la R.A.E., como en la mayoría de sus definiciones, solo manifiesta “ambigüedad” y “parcialidad” en su definición. Además de aseverar que es un “sustantivo masculino” (¿qué pasa con el sustantivo femenino “principia”? No existe -lo que ya nos da idea de la unilateralidad del uso de la lengua como forma de control y manipulación-; existe el verbo “principiar”, dar comienzo.), nos ofrece nueve acepciones del concepto: 1) Primer instante del ser de algo; 2). Que se considera como primero en una extensión o en una cosa; 3) Base, origen, razón fundamental sobre la cual se produce discurriendo en cualquier materia; 4) Causa, origen de algo; 5) Cada una de las primeras proposiciones o verdades fundamentales por donde se empiezan a estudiar las ciencias o las artes; 6) Norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta; 7) Alimento que se servía entre la olla o el cocido y los postres; 8) En la Universidad de Alcalá, cualquiera de los tres ejercicios que hacían los teólogos de una de las cuatro partes del libro de las sentencias, después pasado el examen previo que tanteaba su capacidad y suficiencia; 9) Todo lo que precede al texto de un libro.
¿Puede existir un “principio” sin que existe una “causa final” que, como “atractor” (el Omega de un Alfa), atraiga hacia un fin a ese “principio” que dirige y orienta la acción? Advierto que la Ciencia no reconoce la “finalidad” como principio orientador de su investigación de las causas naturales. Solo reconoce la “utilidad”, y no siempre la “moralidad” de sus acciones.
La tipología “principio masculino - femenino” no habla de dos principios distintos. No se refiere a un rol “macho” y a un rol “hembra”, diversificados y separados en las diversas culturas. Aunque el taoísmo parece distinguir entre el Yin y el Yang, un “principio masculino” y un “principio femenino”, incluso considera que Yin es receptivo y Yang es expresivo; en realidad, esta apariencia de separación como dos cosas diferentes, solo es el resultado de nuestra percepción acostumbrada a interpretar aquello que percibimos de una manera dualista. En su “esencia”, el significado de Yin y Yang hace referencia a las laderas, una soleada y otra umbría, de una montaña. Y en este sentido no puede considerarse como algo separado., porque en la medida que el Sol sigue su recorrido celeste, la ladera soleada por la mañana, se convierte en la ladera ensombrecida por la tarde. Vemos como en este ejemplo “objetivo” ambos elementos se entremezclan y alternan: el Yin se convierte en Yang y el Yang se convierte en Yin. Lo que necesitamos entender es que este “principio”, como también señala el taoísmo, constituye la “primera” diferenciación de la energía que mueve el Universo. Al principio solo existía el TAO, una totalidad indiferenciada en la que, de forma potencial, se encerraban todas las cosas y desde la que se generaba y mantenía su unidad. Hoy diríamos un “Campo Fuente”. La expresión de esa potencialidad se desarrolla a través del movimiento interno de los “principioYin y Yanggeneradores” de todos los procesos y formas subsecuentes.
En la India, “Purusha (el Espíritu) y “Prakriti” (la Naturaleza), también son considerados como principio masculino (pasivo y observador) y principio femenino (activo y creador). Lo que estos sistemas filosóficos y otros, intentan transmitirnos es que la relación que existe entre las dos expresiones de este único “principio” se encuentras siempre en equilibrio y armonía. Incluso el mito griego señala que el fruto de los amores entre Marte, el dios de la Guerra, y Venus, la diosa del Amor, se llama “Armonía”. Y cuando en nuestra interioridad, en nuestro propio “campo” energético, ese equilibrio y esa armonía, en el funcionamiento de nuestra propia energía psíquica, se rompe, el “adversario interior” toma la forma masculina o femenina, incluso de ambas, y aparece para avisarnos de que algo anda mal en nosotros. Nos enfrenta, para que tomemos conciencia de este simple hecho: los dos polos de nuestra realidad energética se han desequilibrado.
Cuando un hombre huye de su “ánima” y teme ser engullido por ella, se convierte en un “hombre racional”, y busca “razones” para seguir existiendo como “individuo”, es decir, como “entidad separada”. De ahí que se “vuelva” hacia el mundo representado por el arquetipo “Dios-Padre”, el cual le ayudará, desde la “ley patriarcal”, a sustituir las experiencias del vivir por ideas abstractas y no verificadas. Y si pretende “ver”, aunque sea superficialmente, lo vivido, su “visión” solo percibirá que lo vivido se encuentra lleno “monstruos” indeseables (corruptos, depredadores, asesinos, terroristas, estafadores, etc.) dispuestos a “saltar” sobre él.
Théa Schuster, ya citada en un artículo anterior, intenta explicarnos como se ha podido, a nivel individual y colectivo, llegar a esa situación? Si tenemos en cuenta que el “adversario interior” no desaparece por el simple hecho de negarlo, el “Ánima”, en su papel de adversario, no desparece tampoco. Al contrario. Dado que nuestro hombre no se ocupa de ella y no la modera, la ley matriarcal actúa sin que tenga oposición. Para el arquetipo de la “Diosa-Madre”, el hombre (el macho biológico), cada hombre, es, o bien su hijo o bien su enemigo. La “visiónaterradora de la experiencia de la vida que surge ante el hombre es la misma que siente un niño cuando no se siente amado, o cuando se siente demasiado débil e indefenso en medio de esa otra feroz naturaleza que es la sociedad humana. Ambos, niño y adulto, carecen de la “imagen interna” de un padre equilibrado en la que reflejarse, para adquirir una “mirada” de adulto. Para ser adulto tendría que “vivirse” de otra manera frente al “Ánima”, aceptando simple y llanamente que esta existe. No hay transformación si no hay aceptación de los hechos.
Y aquí es donde interviene el “principio masculino”, pues este principio se encarna bajo la forma de “Sombra-Ánima” en el hombre y en la forma de “Sombra-Ánimus” en la mujer. En esta historia, el arquetipo del padre juega el papel de la Sombra. En la vida de un hombre, el “principio masculino” puede entrar en su vida de dos maneras diferentes, aunque siempre estará limitado al papel de “ayudante de campo” de la “Diosa-Madre”: en un caso se somete, dependiendo de la protección de la mujer -debido al miedo que le inspira la vida-, impotente frente al destino e incapaz de actuar, reducido por lo tanto a ser el eterno hijo; en el otro, la Sombra se traduce en “Dios-Padre” exigente, inhumano, que constantemente impulsa a conseguir resultados, siempre dispuesto a juzgar severamente.

De esta forma, nuestro hombre se encuentra acorralado entre una “Diosa-Madre” voraz y un “Dios-Padre” inquisidor, sin demasiados medios para defenderse, sobre todo, contra las exigencias del “Dios-Padre”. Es como si éste dijera: “si quieres que te defienda contra el poder de la “Diosa-Madre”, obedéceme en todas las circunstancias, si no…”  Y por extraño que parezca, a veces, nuestro hombre puede decidir que es mejor sentirse cautivo del “Dios-Padre” que de la “Diosa-Madre”. Aunque lo mejor sería no serlo de nadie, sino el ser uno el dueño de su propia vida.
La Sombra, en la vida cotidiana, en la forma de hombre sometido, suele engendrar a un hombre de estilo “idealista”, un tanto soñador y carente de algún sentido práctico que le permita tener un cierto control sobre su vida material. Nos encontraríamos ante ese tipo de hombre, muy ilustrado, engreído de un saber que, por desgracia, no le sirve de mucho, pues, frente al “adversario”, no le proporciona ningún poder. Por ello, la mujer que conviva con él, será la que se hará cargo de las tareas materiales, la que tomará las decisiones necesarias, la que vigilará la buena marcha del hogar y, si todo va bien, se sentirá orgullosa de “su hombre”, precisamente porque tiene siempre la “cabeza en las nubes”. De no ser así, y esto es lo más corriente, acusará y culpabilizará de todo, a ese “hijo-marido” por su falta de seriedad, por su falta de “poder masculino”. Éste, ante la amenaza de sentirse culpable, desertará de esa tierra tan hostil de una forma, cada vez, más radical.
En la segunda versión, la Sombra engendra un hombre duro y frío, cuyo máximo representante es el “hombre de negocios”, carente de escrúpulos y cuyo único valor viene medido por la amplitud de su ambición. Es el peor y más terrorífico de todos los monstruos que “percibe” muestra mirada. Domina sobre toda la vida material y, si le es necesario, para satisfacer su ambición, no le importa machacarla. También lo hará con todo lo que se le ponga por delante, porque, según la “ley del Dios-Padre”, deberá ser el mejor a cualquier precio, no vaya, también, a ser castigado por el “Dios-Padre”, abandonándole en los brazos de la “Diosa-Madre”. Por ello, cueste lo que cueste, ejercerá el poder, y si no puede hacerlo en el trabajo, lo hará en la familia. De nada vale recurrir a los sentimientos, ya que carece de ellos. Emociones y sentimientos son percibido como una vergüenza, como una debilidad y cobardía. Como el “Dios-Padre”, él es la Ley. Su arquetipo más representativo en la actualidad es la figura del actual presidente norteamericano. A un hombre así, le gusta que lo admiren, y como sus ideas reemplazan la realidad, será incapaz de distinguir entre el “halagoengañoso e interesado y la admiración real. Y como en realidad, no sabe distinguirlos, no le importa.
Jung, en un pequeño ensayo escrito en 1940, “Consideraciones del mundo actual” señalaba que:
“las personalidades del padre y de la madre son el primer mundo y, al parecer, el único del hombre infantil, y, si continúan siéndolo demasiado tiempo, se encuentra éste último en el camino más seguro hacia la neurosis, pues el gran mundo, en el cual tiene que entrar como un todo, ya no es un mundo de padre y madre, sino una realidad suprapersonal.” (o. c. pg. 45)
Paracelso, médico y alquimista, tenía un lema: “Alterius non sit, qui sus ese potest” (No sea de otro quien puede ser de sí mismo), pero como decían los alquimistas, éste camino “Est longuissima via”.
¿Cómo se puede actuar, en relación con el “adversario-interior” ante estos dos casos?
En el primero, el hombre decide dar la espalda a cualquier realidad para vivir en un mundo imaginario, construido con sus fantasías, y que le hacen creer que él es un “ser superior”. Pero, mientras se convence de ello, el “Ánima-adversaria”, acaparará la realidad separándole de cualquier posibilidad de conseguir que algo se vuelva firme y real en él. Ninguna de sus, “para él geniales ideas”, encuentra la forma adecuada de materializarse; carece de la “sustancia” y de la “energía vital” para ello, ya que ambas cosas son potestad de la “Diosa-madre”. Un hombre así, pensará su vida, pero nunca la vivirá.
En la segunda versión, el “adversario interior” ataca por dos frentes. Este hombre no poseerá más realidad personal que el primero, pero estará mejor informado sobre la realidad colectiva, la cual llegará a ser la referencia en detrimento de sus propios valores. El “Padre-adversario” le pedirá ser mejor, el que logre los mejores resultados; y la “Madre-adversaria” le dictará el respeto hacia la mayoría, por lo tanto, el sacrificio de todo su potencial personal. Seguramente hará una gran carrera, pero no logrará realizar sus propios dones internos, ni encontrará el sentido trascendente de su vida.
En ambos casos, el “adversario” habrá hecho a las mil maravillas su papel de “Gran Separador”. Por un lado, al impedir toda concreción visible; y por el otro, separando al hombre de su alma.
J. H. Pestalozzi, en su escuela para huérfanos en el Neuhof, Suiza.
A caballo entre el siglo XVIII y XIX, Johann Heinrich Pestalozzi, influyente pedagogo, educador y reformador suizo, decía:
“Las instituciones, normas y medios de formación que se hacen por causa de la masa, de la multitud y de sus necesidades como tal, cualquiera que sea la forma y el aspecto en que aparezcan, no son en modo alguno, el objeto de la formación humana. En miles de casos, no valen absolutamente nada para esa formación y hasta la contrarían. Nuestra raza se forma esencialmente, humanamente, solo de cara a cara, de corazón a corazón. Se forma esencialmente sólo en círculos estrechos, pequeños, en seguridad y fidelidad. La formación de la humanidad, la formación del hombre y todos sus medios son, en su origen y en su esencia, cosa del individuo y de aquellas instituciones que se unen a él, a su corazón y a su espíritu estrecha y apretadamente. Pero jamás son cosa de la multitud. Jamás, cosa de la civilización.”
Y añade:
“La existencia colectiva de nuestra raza solo puede civilizar, no puede cultivar.
O ¿no es verdad, no lo vez todos los días, que cuanto más importante es la multitud de hombres que se mantiene unida como un rebaño, y, por el contrario, cuanto más libre es el campo de acción y más grande el poder de la autoridad que representa el poder legalmente concentrado de esa masa, tanto más fácilmente se apaga también el soplo divino de la ternura del ánimo humano en los individuos de esa multitud de hombres y de esas autoridades, y del mismo modo se pierde también con la misma facilidad los fundamentos más profundos de la receptividad de verdad de la naturaleza humana?
El hombre unido colectivamente, si no es más que eso, se hunde en toda relación en las profundidades de la corrupción de la civilización, y, hundido en esta corrupción, no busca otra cosa sobre la tierra que lo que busca el salvaje en la selva.” (Citado por Jung en o.c., pg. 68-69).
Desde el origen de las civilizaciones, y seguramente desde antes, los detentadores del poder (reyes, tiranos, sátrapas, sumos sacerdotes y demás linajes) han intentado mantener al individuo en una realidad inconsciente. Ampliando y corrigiendo un poco a Pestalozzi, Jung señala que el hacerse consciente de la individualidad no es la meta final. “De ningún modo puede ser la intención de la educación humana producir un conglomerado anárquico de existencias particulares.” Por ello, “la individuación es hacerse uno consigo mismo y, a la vez, con la humanidad, que uno mismo es, también.” Esto requiere de la comprensión de lo que representan los arquetipos, que venimos analizando, en el proceso de desarrollo y evolución de nuestra psique y de nuestra conciencia.
Pasemos al “Principio femenino”. Tomemos como ejemplo a una mujer que se encuentra inmersa en una amplia familia, con muchos hermanos y hermanas, en la cual se siente perdida. La familia está gobernada por una madre poseída por el demonio de la religión. Tales mujeres son prisioneras de un “Dios-Padre-negativo” que prohíbe cualquier sentimiento natural. El esposo de esa madre no interviene casi nunca en la educación de sus hijos. No es necesario pues el arquetipo del Padre-negativo, pues la “madre” absorbe toda la escena. Nuestra joven, traumatizada por su intolerante madre que carece de amor, la rehúye. Esta huida de la madre supone también una huida y un distanciamiento de la vida, que supone, en este caso, un distanciamiento de ella misma, una no-aceptación de su condición de mujer.
Medea y sus hijos, por Eugène Delacroix, 1862.
En esta historia, el “adversario” se encuentra revestido de la imagen de “Diosa-Madre-negativa” (Sombra), que destruye a sus propios hijos entregándolos a un padre autoritario y terrible, quien la apoya en su oscuro afán (sus arquetipos míticos son Medea, o el propio Saturno, que mata a sus hijos). Sin embargo, en esta historia, este padre oscuro simboliza también, en una forma un tanto paradójica, al “Salvador”, cuando se expresa en estos términos: “Yo te salvo de tú madre con la condición que me obedezcas…” (T. Cchuster, El Adversario interior. Pg. 49), y la hija, motivada por el miedo que le produce esa madre oscura, obedecerá a la voz del arquetipo del “Dios-Padre”, su “Ánimus
En muchos aspectos, su situación se asemeja a la del hombre, aunque hay algunas diferencias: el hombre está “en su casa” en el mundo del padre; en cambio, la mujer es la extraña y así es considerada; aunque el Dios-Padre la reconozca como hija suya, siempre tendrá que vivir bajo su ley. Vivir bajo la ley del arquetipo del padre significa, para una mujer, renunciar sencillamente a su condición de mujer. Al principio esa renuncia puede no resultar demasiado cara, pero: ¿no parecerse a una mujer? Claro que así “no me pareceré a mi madre”. Pero, ¿se puede negar la realidad, sometiéndose a una imagen diferente de la imagen de uno mismo?
En relación a nuestro personaje femenino, el arquetipo del padre actúa de la misma manera que en el hombre: exige respeto incondicional a la ley que emana del “Dios-Padre”; aunque sus propias exigencias nuca queden satisfecha; aunque tenga que substituir una realidad no vivida por el espejismo de esas ideas abstractas que constituyen las “normas” o la “ley”. Una mujer, al igual que un hombre, también puede vivir en su cabeza. Ahí “arriba” puede imaginarse que vive en un mundo mejor, e intentará en convertirse en ejecutiva, en directora, en empresaria, etc. (en esto no hay ningún problema), pero al estilo y la forma del hombre. Lo que importa es evitar el contacto con una realidad que resulta ser demasiado dolorosa.
La Sombra, en esta historia, hace honor a su nombre. La madre-adversaria interior, contrariamente a su vocación de madre, no establece un vínculo entre su hija y la vida, aunque si lo hace entre su hija y la muerte. Cuando la Diosa-Madre actúa así, corresponde a la luna negra, vacía de luz. Los hijos de madres así, tienen una vida difícil, pues carecen de protección y seguridad.
Y, sin embargo, esta madre terrible puede, en su locura, provocar algo favorable: si los hijos quieren sobrevivir, están obligados a encontrar un lazo de unión, con el arquetipo “Madre amorosa” en su propia profundidad. No todos la encuentran. El niño, y luego el adulto, pueden reaccionar a la amenaza de dos maneras: bien protegiéndose contra ese poder de disolución, acumulando material o poder psíquico que le permita dar el paso necesario para salir de la “prisión”, a pesar del deseo de aniquilación de la madre; o bien huyendo al mundo del padre, que se encuentra más allá de la “vida”.
Es el “adversario”, el que se disfraza de personajes masculinos y femeninos, y, en forma paradójica, el que empuja al ser humano a que restaure el lazo que, originalmente, lo unía a su ser esencial. El sufrimiento causado por la “culpa” de la separación, se transforma en una “señal”, o en un “signo” que despierta al hombre a otra dimensión; el “adversario”, bajo su aspecto sombrío, es también el representante de una dimensión diferente. En el fondo, es una cuestión de energía psíquica; para que la fuerza negativa se agote y la fuerza positiva se fortifique, solo existe una manera: aceptar al adversario, restablecer el equilibrio, sin olvidar que “masculino” y “femenino” son “principios energéticos” de la “libido”, entendida esta, tal como la formula Jung, como la energía de la totalidad de la psique, conciente e inconsciente, pero sin temor. El miedo, el juicio negativo, le proporcionarían más poder al “adversario”.
Pero, ¿cómo es posible aceptar al Adversario? Si tengo miedo, ¿cómo actuar, siendo consciente de éste miedo, sin dejar que me paralice? La mayoría de las veces no es el miedo, sino la fascinación que tal proyección provoca; lo común es la falta de confianza y seguridad en uno mismo, por ello se persigue el querer ser reconocido…; ¿Y qué decir de la fascinación que produce el poder? Claro que se olvida que el poder ejercido contra la voluntad del otro no es sino una perversión del sentido de responsabilidad.
El “adversario” pierde su poder cada vez que un hombre o una mujer admite su realidad personal, más allá de todo juicio referido a un relato colectivo. Admitir la propia realidad significa vivir con toda legitimidad lo que se ha sido, lo que se es, y lo que se será. Esta legitimidad no está basada en una exigencia de perfección; además, la perfección, como tal, no existe, no es más que una ilusión; en todo caso la perfección es “equilibrio”, aceptación de lo que uno es como totalidad. Una totalidad que se encuentra siempre en movimiento, que se transforma constantemente; que lo hace al ritmo de la vida, pasando por el día y la noche, lo alto y lo bajo, la primavera y el otoño, el nacimiento y la muerte, lo “masculino” y lo “femenino”.
Admitir la propia realidad, sentirse legitimado de “serel o la que se es, exige abandonar por completo la idea de verse como esa persona imaginaria que uno quisiera “ser” y no se es, o no “ser” como la que se teme “ser” y también se es. El “adversario interior” solo tiene influencia sobre el hombre o la mujer mientras éste/a son incapaces de equilibrar su “pequeño yo”. Digo equilibrar, no “sacrificar”, ni “matar”, ni arrojarlo al cubo de la basura. ¿Acaso no soy también ese “ego” o ese “pequeño yo”? Hay una mala comprensión de los que se colocan en la posición de “maestros espirituales”, o “gurúes”, o “sanadores”, o como quieran llamarse o que se les llame, presentes y pasados, sobre éste te hecho. Acaso nuestro “Yo”, el auténtico (ya le llamemos “Esencia”, “Yo Suprior”, “Si Mismo”, “Atman”, o como queramos llamarlo), ¿no ha elegido una “forma humana”, constituida por un cuerpo biológico y una psique, conformando todo ello una “personalidad”, cuyo centro de acción y atracción, es ese “pequeño yo” personal? Si lo “elimino”, la “forma humana” quedaría inutilizada y ya no serviría a los propósitos del “Ser” que encarnó en ese cuerpo y le promocionó sus características personales, para experimentar lo que quisiera experimentar. Pueden darse una vuelta por las instituciones psiquiátricas para “ver” que sucede cuando ese “pequeño yo” desaparece. Comprueben que es lo que queda. Una forma inservible para cualquier propósito. Cuando se proyecta sobre él todo mal, lo estamos convirtiendo en “Adversario”; por ello, la solución no está en eliminarlo, sino en integrarlo, en aceptarlo; pero, sobre todo, en equilibrar sus principios energéticos, para que “sirvan”, de forma equilibrada, y mientras esté “vivo”, al “Ser” que le utiliza.
Los mitos nos muestran algo interesante, algo que ya descubrió Joseph Campbell. Nos muestras como los “dioses” eran “personificaciones”, además de los poderes de la naturaleza, de las energías que experimentaba nuestra forma humana movidas por la fuerza del “deseo”, “motivación”, “impulso”, “pensamiento”, “emoción”, “instinto” o “voluntad”, incluso “intuición”. Los mitos nos cuentan las interacciones de esos dioses entre ellos o con mortales. En realidad, lo que el mito está simbolizando es la representación de los conflictos que surgen entre esos dos grandes “principios” que mueven el universo. Y lo que esas interacciones nos muestran, es la manera en que podemos reconciliar esos conflictos. En las llamadas, peyorativamente, “sociedades premodernas”, la ritualización del relato mítico, permitía “reconocer” las diferentes energías vitales, y así poder integrarlas en la estructura de la su vida. Pero nosotros nos hemos autodenominado “seres racionales”; nos consideramos que solo nosotros somos los dueños de nuestro destino, y que lo que se mueve biológica y psíquicamente por el interior de esa “forma humana”, considerara una máquina surgida por un azar evolutivo, ha “segregado”, como subproducto de su funcionamiento, un “yo racional”. Así que a los mitos y a sus dioses los hemos enviado al cubo de la basura, o a los estantes de las librerías, catalogándolos, eso sí, como ficciones y fantasías de gentes atrasadas e ignorantes, que es como decir que los hemos sepultado en la profundidad de nuestro inconsciente. De esta manera vivimos felizmente, “ignorantes” del siguiente hecho: el “poder” de esos “dioses”, como “arquetipos”, se transforman en “fuerzaspeligrosas y destructivas. Cuando hablamos de obsesiones, compulsiones, neurosis, manías, depresiones, complejos, excentricidades, perversiones, etc., estamos dándoles nuevos nombres, sin que lo sepamos, a esos viejos dioses de las historias míticas. La diferencia, es que ahora han tomado connotaciones negativas y la medicina y la psicología conductista las ven como intrusos que trastornan nuestra racionalidad. Mientras un “daimos” debía ser respetado, o un “dios” debía ser escuchado, una neurosis, una fobia o una depresión, debe ser erradicada. Tampoco se trata de culpabilizar a la “razón”, si lo hacemos ésta se convertirá en “Adversario”. Dice Edgar Morin:
“La verdadera racionalidad es abierta y dialoga con una realidad que la resiste. Alerta incesantemente entre lo lógico y lo empírico. Es el fruto de un debate de ideas. Una razón que ignora a los seres vivos, la subjetividad, las emociones y la vida es irracional. Hay dejar espacio para el mito, los sentimientos, el amor y el arrepentimiento, y considerarlos racionalmente. La verdadera racionalidad conoce los límites de la lógica, del determinismo y del mecanismo, sabe que la mente humana no es omnisciente y reconoce el misterio de la realidad.” (Tierra natal. Un manifiesto para el nuevo milenio).


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