HOMBRE Y HUMANISMO
Louis Powels
escribía en uno de sus artículos de la revista “Planeta” que “es necesario
que todos los hombres compartan la idea de las posibilidades infinitas del hombre”.
Considero que tal actitud es verdaderamente imposible si antes no soy
consciente de un hecho. El de que me llamo “Hombre”: una realidad que vive, piensa (al menos eso parece) y actúa en el medio que le envuelve y a la vez le
limita.
(...)
(...)
Pero ser
consciente de esa realidad, implica conocerme a mí mismo. Supuestamente existen
varias maneras de hacerlo. Una de ellas, sería observarme como objeto; otra, en función de mí (objeto) y de eso que llamamos realidad, porque la insuficiencia de la objetividad gravita en que suele separar
-y más al tratarse del objeto Hombre- el hecho analizado de la persona que
analiza. Y, ¿cómo me separo de mí mismo para observarme?(1) Tal vez no exista discontinuidad
entre el Hombre como objeto de
análisis y el Hombre como sujeto que
analiza. Esta forma de conocerme, si fuera posible, sería más consciente que la
meramente “objetiva”. Porque significaría
conocer que el Hombre como realidad también se llama también guerra, ignorancia…, pero, sobre todo, y esto es válido en nuestras
sociedades tecnificadas, se llama pobreza
de espíritu, incapacidad, falta de fantasía para ver, no solo
desde dentro, sino desde fuera, desde lo alto, a distancia planetaria, a este
planeta que es la Tierra
y a unos seres que en él habitan y que se llaman así mismos Hombres.
Ha sido
la observación considerada puramente objetiva,
al convertirnos en un objeto
independiente del pensamiento que hemos empleado en la observación, lo que ha
posibilitado que esa realidad se nos
aparezca como algo independiente de nosotros mismos; como si la guerra, el hambre y la ignorancia
existieran por si mismas, y no como consecuencia de nuestros actos y
comportamientos. No nos damos cuenta de un hecho esencial: existe una profunda
vinculación entre mi pensamiento y el cuerpo físico y psíquico que soporta ese pensamiento; es
decir: que mi pensamiento y mi conciencia no son algo que se encuentre separado
de la estructura físico-bio-psíquica que me constituye. Solo a partir de este
punto puede surgir una conciencia que perciba que la realidad, toda la
realidad, me pertenece, le pertenece a todos los hombres sin discriminación,
porque Realidad y Hombre se encuentra implícitos en la
misma estructura de realidad, en el mismo conjunto. Solamente desde esta
certeza podré saber, el Hombre sabrá, que únicamente depende de él, de su
inteligencia, de su voluntad, de su amor, de su alegría, el que sea lo que cree
ser o que acepte la posibilidad de que puede ser otra cosa; y también sabrá que
como en todo proceso ordenado y organizado, orgánico, cuando esa realidad
depende del mayor número posible de seres humanos, y solo entonces, tendremos
acceso a nuestras infinitas posibilidades. Esto significaría también que el hombre
solamente depende de sí mismo para completar su desarrollo; significaría que nada puede prohibirme querer… ser algo más,
porque nada, fuera de mí mismo (en esta forma de conciencia), impulsara la
marcha de mi propia evolución. Y si el hombre desarrolla su conciencia
individualmente, también lo hará colectivamente.
A lo
largo de su existencia, el Hombre se ha planteado de múltiples maneras el
problema de la naturaleza de su propia realidad; pero solamente en aquellos
momentos en los que el problema se ha hecho más consciente, es cuando
verdaderamente se ha situado así mismo como centro de su propia dimensión en el
Universo, proclamando así un imperativo humanista que sustituya a los dogmas,
de la clase que fueren, en crisis.
En las
sociedades arcaicas, una vez que el Dios
Primordial la llevado a cabo su creación, se va paulatinamente retirando al
oculto origen de donde surgió, a la vez que su labor de contacto con los
hombres se va haciendo más pasiva, subordinando ese contacto a las clases
sacerdotales. Al evolucionar la sociedad, serán los seres superiores, hijos bastardos de los dioses al mezclarse con
los hombres, los semidioses y los héroes, los que continuaran la obra
civilizadora a través de su continuo contacto con los humanos que, por
transmisión de sus poderes -son los Señores del Fuego- los que van a sentar
las bases de la civilización la cual, con el tiempo, pasará a depender exclusivamente
de los propios seres humanos.
Si en
las sociedades arcaicas todo lo humano tiene predominantemente un significado
sagrado y trascendente -el hombre solo es, porque lo es en función de los dioses-,
una vez que héroes y semidioses han iniciado su obra
civilizadora, se nos aparecen más bien como uno superhombres que participan en
función de lo netamente humano, mientras los dioses primordiales, cuyo recuerdo
se va haciendo cada vez más lejano, tal vez contemplen a sus criaturas como
estas toman el camino de la independencia, apartándose de la Naturaleza, en un
intento de afianzarse en su libertad.
Este
hecho tiene en la historia humana una significación de trascendental importancia,
porque representa un relevo, una transición del poder hacia un elemento cada
vez más humano. El hombre se va haciendo consciente de su propia evolución. Es
por eso, y la Historia
nos presenta pruebas muy significativas, que cuando el Pensamiento Mítico pierde su significado original, se desintegra
porque ya no responde a las necesidades del nuevo nivel de conciencia adquirido;
y, como reacción -es una ley energética- se produce, en el seno de una
determinada sociedad, un renacimiento de carácter humanista, que a veces lleva
a una sobrevaloración de lo humano. Así surgieron los humanismos chino y
griego, el humanismo que floreció al final de la
Edad Media, rápidamente abortado por el
Renacimiento italiano, cuyos ecos aún parecen fluctuar en las crisis de nuestro
mundo moderno. Y si hablamos de ser
humano, que duda cabe que son crisis del Ser, de ser lo que somos.
Desde
hace algunas décadas, el término humanismo
y la necesidad de un nuevo humanismo que soluciones nuestros problemas. se va
abriendo con machacona insistencia. La visión de un mundo dividido en riqueza y
bienes por un lado, y hambre y miseria por el otro; de una sociedad
materialista y tecnificada que amenaza con convertir al hombre en el engranaje
de una máquina sin conciencia, un hombre que es capaz de medir la galaxia,
lanzar naves tripuladas a la Luna
y desintegrar el átomo como fuente de energía que transforme el mundo y con él
al propio hombre, pero que usa esos cohetes y esa desintegración atómica para
mantener en perpetuo terror a la humanidad, y emplea su inteligencia para
aniquilar pueblos enteros, es el más claro manifiesto en la conciencia de
muchos de la necesidad de un nuevo
humanismo que permita la convivencia y prosperidad del hombre en el pequeño
planeta que habita.
Que el
hombre toma conciencia de estas cosas, del hecho de que no solo estamos aquí
para disfrutar de los placeres de nuestra existencia, sino para poder hacernos
cada vez más a nosotros mismos, se manifiesta en nosotros a través de una crisis del Ser. Ser más, es la idea que como manifiesta Briggman, puede convertirse
en la idea más revolucionaria de la
Historia del Género Humano, porque:
“esta nueva
visión -dice- parte de la comprensión de que la estructura de la naturaleza
puede ser tal, con el tiempo, que nuestros procesos de pensamiento no se
correspondan a ella en grado suficiente para permitirnos pensar en absoluto
acerca de ellas… Nos acercamos ahora a su límite, más allá del cual tenemos que
detenernos, guiándose nuestra búsqueda, no por la construcción del mundo, sino
por la reconstrucción de nosotros mismos.”
He aquí
el verdadero problema con el que se enfrenta el hombre moderno al tratar de
crear un nuevo humanismo. Solo parece
quedar un camino para alcanzar esa realidad que se nos escapa: transcendernos, reconstruirnos a nosotros mismos. Pero, ¿cómo podremos
reconstruirnos, si nuestros métodos de educación están anquilosados y la
información sobre la realidad no llega a la masa humana en general y, cuando lo
hace, está ya adulterada? Transcenderse significaría, en principio, conocerse.
Conocer nuestra naturaleza, su origen, evolución, destino, significado. Conócete a ti mismo, pregonaban los
reformadores del pasado. No es posible conquistar el Cosmos si antes no hacemos
de éste hombre que somos -burgués, lleno de prejuicios y con mentalidad
depredadora y egoísta- un hombre nuevo. Esta es también la tesis que Arthur
Clark nos presenta en “2.001. Una Odisea
del espacio”.
Desde la Alquimia, pasando por múltiples
formas esotéricas de pensamiento (y no se trata de volver ahora a ellas, al
menos eso creo, aunque yo realizara el años pasado un trabajo de investigación
para la clase de Historia Moderna sobre la Alquimia), hasta un humanista como Pico de la Mirandola, múltiples hombres
a lo largo de la Historia
han creído que el hombre puede realizar su propia transmutación. Basta ver cual
ha sido el comportamiento del hombre, desde la Prehistoria hasta el
presente, para comprender que, entre todas las realizaciones humanas, la idea
más sutil, pero a la vez más fuerte, ha sido la oscura creencia, de que éste puede
trascender su propia naturaleza. Esta creencia, de forma más o menos consciente,
ha sido el motor que ha movido, y aún lo sigue haciendo, al hombre a lo largo
de miles de años. Ser más, parece ser
su único anhelo, aunque en la generalización, lo sutil pierde su significado
para convertirse en un tener más. Por
ello, lucha y mata, escala montañas y alcanza la Luna; por eso, en un impulso
ciego, inconsciente, intenta transformar todo lo que encuentra a su paso para
aplacar su oscuro deseo, aunque sin darse cuenta de que, llegado a un vértice,
no puede continuar la transformación, a menos que se transmute a sí mismo.
Y aquí
surge la gran paradoja. Todo lo que el hombre hace, que inevitablemente se
transforma en eso que llamamos culturas y sistemas de pensamiento, termina apresándole,
al convertirse en dogmas inamovibles que, como perros guardianes, le impiden
escapar, continuar en su marcha ascendente, en pos -no solo de la conquista del
Planeta, o el Sistema Solar, como parece ser a simple vista- sino de sí mismo.
Resulta que es ciego, inconsciente de sí, y por ello ha de luchar y vencer -que
es vencerse sobrepasándose- lo que antes ha creado. Su ceguera, o su egoísmo,
no le permiten darse cuenta de que lo que él crea -Cultura, Pensamiento,
Ciencia, Técnica, etc.- lo ha creado para que le sirva de ayuda en su marcha
hacia la conquista de sí mismo, de su verdadera y total naturaleza humana, no
para convertirse en esclavo de sus creaciones.
El
hombre suele atribuir a la
Ciencia y a la
Técnica, en cuanto que son los más grandes instrumentos de
transformación que ha creado, la culpa de que a lo largo de los últimos cien
años, la apacible morada del hombre haya sido transformada; pero no se da
cuenta de que no ha sabido transformarse así mismo, no ha sabido hacerse más
consciente. El Positivismo Científico
ha llevado al hombre a la falsa apreciación de que todo estaba ya hecho,
inventado, calculado. Pero desde la
Teoría de la
Evolución (aunque mal desarrollada), hasta la Teoría de la Relatividad (intuyo
que mal comprendida); desde la Biología
Molecular hasta los descubrimientos de Freud y Jung en
Psicología, han actuado como picas que han ido minando la tranquila e inmutable
concepción positivista. De esta manera, ese hombre que aún no ha tomado
conciencia de su propia naturaleza, al derrumbarse los muros en los que se
sustentaba, al encontrarse absorbido de golpe en el vértigo de revoluciones
científicas e industriales, al sentirse desarraigado de sus milenarias raíces,
se siente extraño del mundo, inseguro, temeroso, angustiado; vive una vida cuya
aceleración no comprende y se siente aniquilado por la máquina que ha creado.
El
primer hombre que fue lanzado a la existencia consciente debió de sentirse así
al darse cuenta de que su matriz, su arraigo y su seguridad, la
Naturaleza de donde provenía y que le había sustentado en
forma simbiótica, ya no le protegía. En realidad, nunca le protegió, o al menos
no le protegió más que lo hace con las demás especies vivas, animales y
vegetales, sino que de pronto tuvo conciencia de su nueva situación, lo que le
llevo a darse cuenta que luchar era sobrevivir. No debió de ser nada fácil aceptar
este hecho; no ha sido nunca fácil aceptar las aperturas, por eso el hombre de las culturas primitivas -y si
aceptamos las teorías de Eric Fromm, también el hombre moderno- se empeña en volver,
con una casi demente insistencia, al seno de la naturaleza de donde partió; porque
el camino a recorrer, y que tenía en frente, era la inseguridad, la lucha, el
riesgo pero, simultáneamente, la libertad, es decir, el ascenso a la Conciencia Total,
la llegada a la Humanidad.
Así, el
hombre sigue buscando afanosamente un arraigo, una sociedad, una doctrina
política, un credo religioso, una teoría científica, que le proteja con sus dogmas, a los que considera
inamovibles, y en los que pueda encontrar la seguridad y la tranquilidad que
con tanta ansiedad busca.
Fue esta
crisis, el desarraigo de unas formas de ser y pensar que daban propensión a una
falsa seguridad, la que condujo a los modernos existencialismos. Ya Pascal
había presentido el problema al decir:
“Cuando considero la corta duración de la eternidad precedente y
siguiente, el pequeño espacio que lleno, y aún que veo, sumergido en la infinita
inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me asusto y me asombro
de verme aquí y no ahí, porque no hay ninguna razón para encontrarme aquí mejor
que ahí, y por qué ahora y no antes. (…) ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y
conducto e quién, éste lugar y éste tiempo han sido destinados para mí?”
Después
vinieron Kierkegard, Heidegger, Sastre, Camus, Gabriel Marcel y tantos otros.
Estos fueron hombres conscientes del problema de sus existencias, aceptaron el
reto que supone vivir, y buscaron una solución. Pero el hombre en general, como
el primitivo, prefirió seguir buscando la comodidad que proporciona la
seguridad, negándose a ser, lo que
implica conocer el comportamiento de
su propia naturaleza. Y, como el pasado nunca vuelve, se encontró solo y
desamparado ante un mundo transformado por la Ciencia y la Técnica. Unos, evadieron el
problema de su existencia, lanzándose a crear máquinas que les permitiera recuperar
la seguridad perdida, al traspasar a ellas la resolución de problemas cuya
respuesta solo es exclusiva del hombre; los más, aceptaron paulatinamente el
veredicto de las máquinas y la precaria seguridad que estas les proporcionaban.
En vez de usarlas para construir un mundo
humano y transformar, con el conocimiento así adquirido, su propia naturaleza
consciente, se contentaron con su falsa protección y entraron a formar parte de
un engranaje que les suministra diversión cuantificada y distracción sin
límites, de forma que ya son incapaces de pensar sobre su propia realidad; todo
ello, a cambio de un trabajo cuasi esclavo que les proporciona seguridad.
En temor
y la angustia no desaparecen, la crisis llega a su punto culminante cuando
surgen unas generaciones que, al querer plantearse el problema de la existencia
y de la naturaleza humana, descubren que no pueden llegar a ser más humanos,
que el mundo es un caos y que el Amor y la Justicia han dejado de ser los motores -aunque
acaso nunca lo fueron- del comportamiento humano, para convertirse en palabras
huecas, vacías, carentes de sentido y significado, por lo que intentar
transformar la sociedad puede ser una forma de suicidio.
Así,
mientras unos creen que vale la pena seguir luchando por el hombre, un hombre
más humano y más consciente de sí mismo y de sus propios actos, y por una
Humanidad con más amor y alegría; otros, se dedican, al igual que la masa
amorfa de esa sociedad que les impide realizarse, a todas las formas de
escapismo que el hombre ha inventado desde la Prehistoria hasta
aquí. Gabriel Marcel decía: “hay una cosa
que se llama vivir, y hay una cosa que se llama existir, yo he elegido existir”.
El hombre de hoy se contenta con vivir, y ha hipotecado su existencia por una
falsa seguridad. Ser en el mundo es existir con él, no estar angustiado en
él; es saber que se habita en toda la dimensión de éste, a la vez que el mundo
también existe en nuestra intimidad.
Pero no
basta con descubrir el problema. La dificultad estriba en comprenderlo, en
percibir que los puntos de tensión y conflicto lo son por una deficiencia en
nuestros lenguajes. ¿Cómo podemos plantear el hecho de que existe una fuerza motriz que desde el pasado y a lo
largo de toda la historia, nos empuja irremisiblemente hacia nuevas formas, si
la mentalidad general se encuentra anquilosada por unos métodos de formación e
información que podrían catalogarse de prehistóricos? Pero, sobre todo, ¿cómo
plantear el problema humano si, no ya
el lenguaje que pone en circulación las ideas entre las distintas disciplinas
científicas, sino el lenguaje que trata de disciplinas netamente humanas, se
halla anquilosado, como si fuera un fósil viviente, atrapado en una lógica
dualista de opuestos enfrentados?
Como la
circulación de las ideas se encuentra bloqueada por sus propias contradicciones
lógicas que la soportan, el conflicto entre éstas es inevitable, el bien se opone al mal, lo blanco a lo negro, lo alto a lo bajo, lo rojo a lo azul… De ahí la necesidad de buscar un lenguaje que nos permita una
generalización adecuada y, sobre todo, que nos permita, no ya a ver o no ver la realidad, lo
cual es superficialmente relativo, porque también desconocemos a que llamamos realidad, sino evaluarla, aprehenderla
desde nuestra dimensión humana, porque no existe algo que se llame realidad
y otra cosa que se llame hombre. Solamente existe una Realidad,
la multiplicidad surge cuando queremos aprehenderla.
Es
cierto que la suerte del mundo y, por tanto, del hombre, se juega en nuestros
métodos de enseñanza, en los métodos de formación e información. No podemos promocionar
un humanismo nuevo si antes no
generalizamos unos métodos de enseñanza adecuados, en los que lo principal, y
como la más importante característica del proceso humano, sea la información
objetiva y veraz sobre la totalidad de su propia realidad, material e inmaterial.
Sin información completa -de la totalidad de lo Real en sus múltiples facetas y
manifestaciones- es imposible formar a los que en el futuro podrían cambiar las
estructuras sociales del mundo. Pero, a la vez, la misma información presenta
un problema de mayor trascendencia: ¿cómo puedo informar objetivamente, cuando después de llevar a cabo un análisis de la
naturaleza de mi propio comportamiento, advierto que éste está constituido por juicios de valor de cuya verdadera raíz
no soy consciente?
Si,
habida cuenta los postulados sobre los que se estructura la realidad de mi existencia,
yo los percibo blancos y, otros,
habida cuenta los suyos, los percibe negros,
¿quién tiene razón? ¿Cómo puedo informar
sin entrar en conflicto con mi prójimo?
La
lógica que estructura nuestra forma de pensamiento conduce así, irremediablemente,
a la oposición, desde el momento en que pretendo sostener mi opinión. A escala
de sociedades y de pueblos esto conduce, desde el momento en que cada uno
pretende imponer el criterio que cree verdadero, a la opresión o a la guerra.
Violencia y guerra han sido los motores unificadores usados tradicionalmente.
Habría que buscar, pues, un lenguaje más generalizado cuya lógica no provoque
conflictos por ficciones o palabras.
Si
observamos la multitud de lenguajes existentes, podemos reagruparlos en tres
grupos:
- Lenguajes destinados a comprender la materia, el universo y la naturaleza. Son los lenguajes empleados por la Ciencia. Algunos, en sus propias disciplinas, lograron una auténtica generalización.
- Lenguajes que tratan del Hombre, de las interacciones humanas. Estos aún se debaten en la búsqueda de una generalización válida que unifique los distintos criterios.
- Lenguajes que tratan de unir al hombre su universo exterior e interior. Son los lenguajes del Arte, la Religión la Poesía…
Ante
esta diversidad de lenguajes y por causa de nuestra lógica contradictoria con
la que intentamos estructurar nuestros pensamientos, no deberíamos asombrarnos
de que, de manera irreparable, nos conduzcan siempre al conflicto. Por lo cual,
la información que hemos de aportar a la nueva formación, se hace inútil.
Si hemos
conseguido construir lenguajes más generalizados a nivel de las disciplinas
científicas, ¿por qué no aplicar la experiencia al propio comportamiento
humano? Un lenguaje así, más integrador, nos permitiría, sin que tengamos que
prescindir de nuestras particularidades,
comunicarnos sin fricciones, a la vez que nos permitiría ampliar el ámbito de
nuestra conciencia e incrementar nuestra comprensión y compasión hacia los
demás y hacia nosotros mismos; nos permitiría conocernos, en definitiva.
Si
existe una solución al problema humano, ha de estar necesariamente en el propio
hombre. “El hombre está hecho para ser
superado”, decía Nietzche; “el hombre
solo se alcanza así mismo cuando se mira por encima de si mismo”, añade
Mounier; “el hombre es el porvenir del
hombre”, proclamaba Ponge. No es, pues, una idea absurda. Es una creencia
que se convierte en verdad cuando a la luz de los descubrimientos de la Ciencia, reconstruimos la
estructura de nuestros comportamientos; pero también es una fe que hace útil
nuestra existencia. Y si el propio hombre no se destruye en un arrebato de
locura, y a pesar de él mismo, yo creo, y lo proclamo con L. Pauwels, que “el hombre será superado por el hombre”.
Nota:
(1) Hasta
muchos años después de dada esta conferencia, no averigüé que si había una
forma de conocerme interiormente. De ello ya he hablado en este blog.
Alfiar
Charla dada en el Departamento de Historia Moderna de la Universidad de Granada. (Este año terminé la carrera.)
18 de Enero de 1968.
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