<PUBLICADO EN LA GACETA DE CANARIAS EL 29/11/1992>
<PÁGINA>: LA OTRA PALABRA
<TÍTULO>: Los espíritus sanos
<AUTOR>: Alfiar
<ILUSTRACION>: Grabado del S. XVIII. Iniciación masónica
<SUMARIO>: "Tolerancia es el respeto y consideración hacia las opiniones y prácticas de los demás, aunque repugnen las nuestras." (Diccionario)
<CUERPO DEL TEXTO>:
En el S. XVIII, los hombres de la Ilustración,
concibieron la idea de que la solución de los problemas de aquella sociedad era
poner fin a la ignorancia a través de la educación; esto, permitiría a los
individuos ver cual era su situación en el mundo con la luz del conocimiento y
la razón.
(...)
En esa inconmensurable obra llamada "La
Enciclopedia", que acertadamente dirigieron Diderot
y D´Alamber, se propusieron compilar en un conjunto único, con el fin de que
fuera accesible a todos, la totalidad de los conocimientos, técnicas y saberes
de su época.
En una de sus páginas encontramos el siguiente texto:
“Los espíritus sanos han aprendido a sacudirse el yugo de los prejuicios, de la intolerancia y de la barbarie... Las generaciones futuras estarán mejor formadas y más instruidas. Así podrán ser más felices.”
En estas pocas palabras, en él se encuentra encerrado todo el problema
del ser humano.
Analicemos el texto para ver la idea que encierra. Lo primero que
llama la atención es que a cierto tipo de hombres los llame espíritus sanos. ¿Por qué espíritus y no ciudadanos, como comenzaron a llamarse unos a otros más tarde? ¿Por
qué, al iluminado por la luz de la razón y que ha conquistado su libertad
interna al librarse de prejuicios, intolerancia y barbarie, le llama espíritu sano? ¿Acaso la razón -es lo
que se piensa hoy en gran número de círculos espirituales- no es la causante de
todo el presunto materialismo que nos invade? ¿Qué tiene que ver la razón con
la espiritualidad?
Es conocido que muchos ilustrados eran miembros de sociedades
esotéricas e iniciáticas de la época. Ello les hacía poseedores de profundos
conocimientos de la realidad externa y de la constitución interna y espiritual
del hombre. Cuando estos hombres hablaban de igualdad y fraternidad,
no se referían a la realidad social únicamente, sino allí donde en nuestra
interioridad todos somos uno en la Divinidad. Y cuando hablaban de libertad, no se referían sólo a la libertad
política, sino a la libertad de las conciencias subyugadas por la ignorancia de
los prejuicios, la intolerancia y la barbarie.
Estos hombres sabían que el hombre personal está constituido por una
triple estructura de distintos niveles de densidad y con funciones diversas,
pero complementarias, que sirven de vehículo al alma cuando ésta quiere
expresarse en el plano físico. Lo mismo que el alma es el vehículo del
Espíritu. Este triple aspecto de la personalidad del hombre es su realidad
física, emocional y mental.
Si nos fijamos en lo que para los ilustrados mantiene esclavizado al
hombre y que constituye el yugo de su ignorancia, percibiremos que los
prejuicios hacen referencia a una actitud incorrecta de la mente, que la
intolerancia es la expresión incorrecta de la parte emocional, pues lo que
debería fluir por ese canal es esa energía transmutada en amor y, por lo tanto,
en tolerancia; y la barbarie, entendiendo como tal las actitudes violentas de
palabra y obra, es la expresión de nuestra realidad física.
Este triple yugo de ignorancia era la causa de las situaciones de
opresión e injusticia en que vivía la mayor parte de la sociedad del Antiguo
Régimen.
¿En qué consiste ese triple yugo del que hay que liberarse para llegar
a ser un espíritu sano?
El prejuicio, es la actitud
generada en un incorrecto funcionamiento del pensamiento, que nos ha de llevar
al conocimiento. El diccionario le define como la acción y el efecto de prejuzgar; es la acción anterior al
juicio, viniendo a significar el juicio
que se hace de las cosas antes de tiempo o sin tener de ellas un cabal
conocimiento.
Según esta definición, aquello que tomamos como juicios, basados en
nuestras creencias y aseveraciones, no son otra cosa que prejuicios, puesto que
ignoramos casi todo lo que se mueve en relación a aquello que juzgamos y no
tenemos un cabal conocimiento de ello.
El prejuicio es una forma de mentira que nos hacemos a nosotros
mismos, al imaginarnos conocer lo que realmente no conocemos. Es, a este falso,
por incompleto, conocimiento que tenemos de las cosas, que se refería el
Maestro Jesús al advertirnos de que no juzgáramos.
Ante una situación que, vista desde nuestras creencias prejuzgadoras y
nuestra moral, nos puede parecer negativa, debemos abstenernos de prejuzgar, ya
que no sabemos realmente qué es lo que se mueve en dicha situación, qué
situación kármica se está equilibrando, qué procesos de aprendizaje para las
almas implicadas se están produciendo. En el fondo, se trata de eso, de una
situación de aprendizaje para el alma, programada por ella antes de venir a la
encarnación.
Al prejuzgar como bueno o malo un suceso, según nuestros filtros
morales, culturales y religiosos, estamos contribuyendo a permanecer en la
ignorancia y, sobre todo, nos estamos mintiendo en lo referente al conocimiento
que tenemos de la realidad de las cosas y los aconteceres. Conocimiento que no
poseemos.
Cualquier situación o experiencia de aprendizaje en la vida, implica
el correcto funcionamiento de nuestra triple naturaleza personal en la resolución
de esa situación, cuando nos afecta personalmente. Si no, el mandato es: ¡No
prejuzgues!; ello me lleva, cuando interactúo con mi prójimo, a la
intolerancia.
La intolerancia es lo
opuesto a la tolerancia. Significa "el
respeto y la consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque
repugnen las nuestras". En este repugnar está el aspecto emocional de
este yugo. Aquello que no coincide con nuestras creencias, con nuestros
prejuicios, nos repugna y, desde la emoción y el sentimiento, lo rechazamos o
condenamos, convirtiéndonos en intolerantes.
Se necesita un deseo fuerte y un largo trabajo sobre las emociones,
para que las cosas dejen de repugnarnos y las aceptemos como expresión de la
cambiante y múltiple manifestación del Espíritu. La intolerancia surge como
respuesta emocional a lo que entra en nosotros a través de los sentidos. Ya
decía Jesús que no es lo que entra en nosotros lo que nos causa daño, sino lo
que sale de nosotros como respuesta.
Una actitud intolerante lleva, tarde o pronto, a la barbarie; es decir, a la violencia como expresión física,
manifestada a través de la palabra y la acción.
Este triple yugo hace de nosotros espíritus
enfermos, ciegos a la realidad del propio Espíritu, incapaz de reconocerse
como tal. ¿No es ésta idea la que, desde la Antigüedad, repiten los
Maestros espirituales de la
Humanidad? Desde los sermones de Buda al Evangelio, se nos
dice que el hombre ha de liberarse de ese yugo a fin de que ame a su hermano y
establezca la paz en la
Tierra.
Los hombres del Siglo de las Luces, quisieron hacer de la razón la
lámpara que iluminara nuestras sombras. El hombre podía ser educado en el conocimiento y, en el
futuro, las nuevas generaciones serían menos ignorantes, tendrían otra
formación y otra actitud respecto al Universo. Sanados de su enfermedad,
podrían ser más felices.
Han pasado más de dos siglos. Aún no somos espíritus sanos. La causa
puede estar en el hecho de que, para tomar otra forma y sacar fuera al ser
espiritual que todos somos, es necesario desearlo intensamente y por mucho
tiempo. También hay que pagar un precio: se llama trabajo, esfuerzo,
sacrificio, dedicación, tiempo, paciencia...
Y, ¿quién está dispuesto a pagar ese precio por lo que no desea?
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