<PUBLICADO EN LA GACETA DE CANARIAS EL
06/12/1992>
<PÁGINA>: LA OTRA PALABRA
<TÍTULO>: El Caminante y
el Camino
<SUBTÍTULO>: Dos lados de
una misma realidad
<AUTOR>: Alfiar
<ILUSTRACION>: El
ajedrez. Juego iniciático que ilustra las dificultades del camino. Cada pieza
simboliza un aspecto interno. El tablero es el mundo.
<SUMARIO>: Recorrer el
Camino es un proceso difícil, lleno de dolor y sufrimiento. Entraña el
sacrificio del yo personal.
<CUERPO DEL TEXTO>:
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La partida de ajedrez (María Helena Vieira da Silva) |
La personalidad del hombre y su centro de conciencia enfocado al mundo
exterior, el yo personal, se
componen, en el hombre común, de un gran número de elementos no coordinados,
generalmente contradictorios y, a menudo, en lucha los unos con los otros.
(...)
Debido a este hecho, el hombre se encuentra en una profunda
desorientación producida por oscuras fuerzas que combaten, entre sí, dentro de
sí. Esto produce conflictos psicológicos que, frecuentemente, llevan a la
neurosis y a la angustia.
Cuando el caminante -el yo personal o “ego”-, recorre el Camino
-su propia realidad interna-, puede conocer la realidad de esas fuerzas
-conocimiento de uno mismo-, y de unificarlas, para ponerlas al servicio de
algo superior a él.
Sólo una pequeña minoría de seres humanos ha pretendido a lo largo del
tiempo recorrer ese camino y resolver armoniosamente el desorden y el caos
existente en su yo personal. Lo ha
hecho a través de un proceso que, en forma simbólica, se expresa como El Camino Iniciático.
Este camino ha sido prefigurado, en la simbología y en la práctica,
según las características culturales de los pueblos y según el maestro
espiritual que lo haya recorrido. Símbolos, ritos y prácticas han quedado como
señales de que existe una vía que pasa por nuestra propia realidad interior y
que nos permite trascender nuestra condición humana. Una vía que pasa por la
vida diaria y que no es diferente a lo que para cada uno constituye su propia
realidad personal. "Yo soy el
Camino, la Verdad
y la Vida",
nos indico el Maestro Jesús. Ese “yo”
es cada yo personal
En el budismo, una de sus tres grandes Joyas es este Camino o Shanga. Según la concepción budista, las emociones positivas -amor,
compasión y alegría-, no pueden ser cultivadas fácilmente, a no ser que los
hombres se reúnan en una comunidad espiritual, una Shanga o congregación de todos los que enseñan y practican el Dharma. El trabajo de esta comunidad es
el de purificar la naturaleza emocional pues, a menos que esta naturaleza sea
transformada, no podremos decir que existe en nosotros una vida espiritual.
Para la tradición cristiana, este camino es una vía dolorosa, una vía crucis.
Aunque no importa cual sea la tradición desde la que se recorre el camino, el
recorrerlo es siempre un proceso difícil, lleno de dolor y sufrimiento, pues
entraña el sacrificio del yo
personal; mejor dicho, su subordinación al Espíritu que, paso a paso, dolor a
dolor, nos va convirtiendo en seres luminosos.
Estos caminos internos se corresponden con los caminos externos que discurren
por el mundo. Un ejemplo de ellos es el Camino
de Santiago. El peregrino que lo recorría y que lo recorre aún, proyectaba
y proyecta, en lo que le acontecía y le acontece al recorrerlo, sus estados
emocionales y anímicos, permitiéndole exteriorizar lo que era inconsciente para
él. De esta manera, al ser recorrido con conciencia,
se convertía en un camino de conocimiento y sabiduría de uno mismo. Llegar al final
era llegar al centro sagrado, allí donde los conflictos de la personalidad
pueden ser resueltos.
También en nuestra tradición existen las congregaciones como camino, por
ejemplo las órdenes monásticas, en las que se pretenden vivir las enseñanzas de
algún Maestro o Avatar según la interpretación que de ellas hacen algunos de seguidores.
A éste Camino Iniciático,
accede aquel que presiente que, en el centro de todos esos elementos confusos y
complejos que estructuran el yo
personal, existe un Centro Eterno e Inmutable, un Si-Mismo, un Atmán, un “Yo
Soy el Ser que Yo Soy”.
Ser iniciado en los Misterios, los de nuestra propia configuración
energética (física, emotiva, anímica y espiritual), es intentar alcanzar ese
centro, oculto a nuestra mirada por aquello que lo recubre y que tomamos como yo. Hacer consciente esa realidad se
consigue a través de un trabajo personal en el que toda nuestra realidad se
implica en el proceso. Y no importa en que lugar del tiempo o del espacio
pongamos la mirada, siempre encontraremos a algunos hombres siguiendo estos caminos
iniciáticos o de desarrollo espiritual.
La Humanidad posee una gran
riqueza, acumulada durante milenios, de estos caminos. Se encuentran escondidos
en el folclore, en los cuentos de hadas, en las leyendas y en los mitos. La
bajada a los infiernos, los Trabajos de Hércules, la búsqueda del Grial..., son
algunos de ellos.
Sea cual fuere el camino que se siga, se trata de empeñarse y comprometerse
en un proyecto difícil, lleno de obstáculos o pruebas que ponen en evidencia
nuestra fortaleza y sabiduría al recorrerlos; nos aportan una enseñanza sobre
nuestra propia realidad espiritual.
Obra de Jim Todd |
Este Camino está cruzado
por falsos caminos, donde combatimos a mágicos enemigos y donde también
recibimos la ayuda de seres sobrenaturales. De etapa en etapa, de prueba en prueba,
el caballero, caminante o peregrino que somos nosotros mismos, libera a la
princesa -nuestra Alma- que había estado prisionera del dragón -nuestra
personalidad conflictuada y contradictoria-; y, esa nuestra Alma liberada, nos
llevará hasta el centro de nuestro ser, allí donde reside el Espíritu, el
Grial, la Piedra
Filosofal.
En Occidente y por el sincretismo de distintas tradiciones, el portal
que da paso a éste Camino está custodiado por el Maestro Jano. El dios Jano de
los romanos, o el Juan de la tradición cristiana; es el que nos dice cuando nos
acercarnos a él: yo no enseño, despierto.
Pasar por esa puerta en el interior de uno mismo es el inicio de un despertar.
Ya desde los primeros pasos, comenzamos a darnos cuenta cuán complejo
es nuestro yo. Más tarde,
enfrentaremos a las sombras que,
agazapadas en los recovecos de nuestra psique, constituyen auténticos guardianes del umbral, impidiéndonos
continuar, hasta que la luz de la conciencia las ilumina integrándolas en
nuestra naturaleza.
Los combates internos -la guerra
santa- que libramos como caminantes, no son para eliminar esas sombras,
sino para disciplinar esos aspectos negativos de nuestro ser. Alternando
derrotas y victorias, nos vamos acercando a nuestro Ser Esencial. Después de
recorrer un largo trecho del camino externo, nos damos cuenta de que hemos
estado, en realidad, recorriendo nuestra propia interioridad; nos hemos estado
recorriendo a nosotros mismos. Sabemos que somos el camino, la verdad y la
vida.
Al acercarnos al centro de nuestro ser, un profundo cambio se opera en
nosotros. Lo que estaba disperso en nuestra naturaleza personal se ordena y
jerarquiza. Lo inferior se pone al servicio de lo superior, el yo personal y el Si-Mismo se unen más frecuentemente y más amorosamente, como el rey
y la reina del proceso alquimista. De su unión surge en nosotros una nueva
realidad simbolizada por el Hijo: somos el hijo del hombre que ha empezado a
unificar su naturaleza con su Centro Divino, permitiendo que la propia
Divinidad se exprese a través nuestro. Somos un Hijo de Dios o de la Luz.
Quién se compromete en el Camino no puede saber de antemano donde
terminará, cuando y como triunfará. Pero ningún esfuerzo se desperdicia. Los
riesgos a los que nos enfrentamos son reales. Al comienzo el yo personal sufre fuertes y violentas
sacudidas en las que nuestros falsos valores son puestos en cuestión. Se
apodera de nosotros el miedo, nuestra personalidad se tambalea, nos domina la
angustia, y tenemos la tentación de abandonar.
Si superamos este desmoronamiento personal y logramos reconstruirnos
en forma más equilibrada, aparecerán ante nosotros tentaciones más sutiles:
perderse en caminos secundarios que creemos atajos y son vías sin salida, o
cambiar lo esencial por ventajas secundarias, como el poder de la videncia, el
poder de sanar...
Sólo en el centro de nuestro propio ser, como dice la Filosofía Perenne,
lo que queremos se cumple porque
queremos lo que debe ser.
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