sábado, 2 de febrero de 2019

La Enseñanza esotérica (27)

LA  ENSEÑANZA
(1)


Como sé que no recuerdan o no han leído ese fascinante cuento de J. L. Borges llamado “La Biblioteca de Babel”, y que tiene algo que ver con lo que pretendo explicar en este capítulo y en el siguiente, me voy a permitir reproducirlo en este capítulo. No creo que a él le importe. Dice así:
(...)

La Biblioteca de Babel
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétri
cas.



El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.


Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que, en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.


Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden, sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.
FIN
 El Universo, la Creación, la Manifestación, o la forma como quiera llamársele, así como la formas de todo lo que éste contiene, ha sido, y es la excusa para que escritores, pensadores, científicos, religiosos, filósofos y mendigos, en su intento de explicarlo, hallan llenado los estantes de esa Biblioteca que Borges, no exento de humor, ha simbolizado con la metáfora de la “Biblioteca de Babel”. Para Borges, como el Universo, la escritura es siempre algo inconcluso, de ahí que recurra a la metáfora, para ofrecernos, ya que no una visión “absoluta”, si una imagen simbólica de nuestra relación con ese Universo y las miríadas de “formas” que lo pueblan, Dicha imagen, como la de un calidoscopio, es siempre cambiante. Aunque los cambios no son infinitos. La imagen de la metáfora siempre hace referencia a “algo” que es intangible para la percepción de nuestros sentidos. Los “críticos” (que nunca están con la “verdad”, sino contra ella), plantean la siguiente interrogante: ¿Cómo es posible imaginar lo que no existe? Por ejemplo, Dios, el alma, el unicornio, el centauro, los elfos
Wittgenstein señala que solo es posible imaginar combinaciones no existentes de elementos existentes. Posiblemente no exista el unicornio, pero si existe el caballo o el ciervo, y el cuerno del rinoceronte; igualmente puede que no exista el centauro, pero si existe el cuerpo y las patas del caballo, así como el torso y la cabeza del hombre. Lo mismo podemos decir de la esfinge a la que se enfrentó Edipo. ¿Existe la dulzura? Tal vez podamos imaginarla.
Para Borges, la función de la metáfora es la de trasladar sensaciones que subrayan aquellos aspectos del universo que aún no sabemos darle un enunciado, pero que transporta un sentido, que procede de una tensión entre las diversas interpretaciones. ¿Podríamos imaginar la “muerte” (como realidad objetiva) sin utilizar la metáfora? ¿O la “vida”? Los códigos culturales han convertido estos conceptos en algo unívoco. En su “Historia de la Eternidad”, Borges cita un texto del Libro Reyes I: 2,10: “Y David durmió con sus padres, y fue enterrado en la ciudad de David.” De igual manera, cuando se hundía una nave en el Danubio, los marineros rezaban: “Duermo, luego vuelvo a remar.” O, “la muerte es la primera noche tranquila” (Wilhelm Klemm).
Aquellos que han intentado “describir” y “definir” el Universo como “Ciencia” y como “Leyes”, solo han construido metáforas, a pesar que renieguen de ellas. Son coas que están bien en la ficción, dicen. Metáforas para “recrear” el Universo en nuestras mentes y luego describir esas metáforas en libros que terminan en los estantes de las bibliotecas. Pascal imaginó el Universo en la metáfora de una “esfera”. Tal imagen la había tomado de Giordano Bruno, quien afirmaba que el centro del universo se encuentra en todas partes, pero su centro no se encuentra en ninguna; Jénofanes de Colofón, seis siglos antes de nuestra era, había imaginado a un solo Dios con una forma esférica sin fin. El “Aleph” de Borges es omniabarcante, como su “Biblioteca de Babel”, en la que todo puede ser encontrado, desde la autobiografía de los arcángeles, hasta miles y miles de catálogos “verdaderos” y “falsos”; considerando que es una falacia creer verdaderos a unos y falsos a otros. Para Borges, la escritura se expande por todos esos espacios hexagonales que parecen, solo parecen, expandirse hasta un infinito que carece de centro. Lacan, al observar la paradoja de Zenón de Elea, señala que es un intento de demarcar la realidad conceptual de un “objeto”, por medio de otro “objeto virtual” que es el “límite”; algo que solo se puede describir por aproximaciones sucesivas a las que se considera “reales”. Pero, ¿podemos definir la “iluminación” o el “despertar de la conciencia” como el “límite” al que perecen tender? La “Ley fija y objetiva” señala que “todo tiende al desorden” (entropía), o “caos”; pero este desorden se reorganiza en un nuevo “orden” (negentropía).
Atravesar la Biblioteca de Borges en comprobar que los mismos libros se repiten en ese mismo desorden en que se encuentran ordenados. Incluso la propia Biblioteca podría estar incluida en un “gran libro” cuyas múltiples hojas serían una imagen de las múltiples salas hexagonales que constituyen la Biblioteca. Los alquimistas proclamaban que el hexágono es una “forma” del espacio absoluto. Algo que también deben saber las abejas. También los cabalistas (entre los que podríamos incluir a Borges) piensan que el Universo no es otra cosa que un polígono infinito en cuyo interior se encuentran las 22 letras del alfabeto hebreo, siendo el Alepf un triángulo, el Men un cuadrado, en Shin un pentágono, etc. Y precisamente, es la duplicación del Aleph la que permite obtener el hexágono.
La Biblioteca, como metáfora, recuerda alguna otra analogía, como la de los números transfinitos de Cantor. Incluso cuando tenemos un número con una infinita cantidad de decimales, se busca en ellos la cifra que se repite para, así, poder expresarlo. El Universo-Biblioteca de Borges, aunque parece infinito, no deja de ser un círculo continuo en el que no existe pasado ni futuro, y en el que todo vuelve siempre al comienzo, pues, como dicen los mayas clásicos, lo que ya existió, volverá a existir, aunque no de la misma manera.
Ha llegado el momento de detenernos para planear la gran pregunta: ¿es nuestra Ciencia algo “imaginario” o, ese “imaginario” es algo científico? Creemos que nos expresamos libremente, pero lo que expresamos se encuentra estructurado por nuestra lengua, tan llena de metáforas, lengua que nos habita, y que nos obligan a expresar aquello que, nos guste o no, la Biblioteca contiene. Jung llamó a la Biblioteca Psique (conciente+inconsciente). A lo mejor Barthes tenía razón cuando decía, seguramente con humor, que la lengua no es de izquierdas ni de derechas, sino simplemente fascista. Siendo ni una cosa ni la otra, la metáfora proporciona consistencia a “algo” que no se encuentra en lo que se dice, “algo” que de otra manera resultaría inimaginable, pero que se convierte en otra metáfora que pasa a incorporarse al lenguaje de la Biblioteca.
 Cuando la “Tradición” dice que el Universo es un “Libro”, y cuando la Sabiduría añade que todo libro encierra el Universo, es evidente que todo libro se encuentra ahí, en la Biblioteca, para que podamos leerlo, para descifrar su sentido, el motivo de su existencia y su mensaje. Claro que leer un libro es una experiencia a la que pocos acceden en su significado más profundo: la experiencia de comprender, la experiencia de pasar al “otro lado” de las palabras escritas, hasta encontrarnos con un otro, con unos ojos que te miran, una conciencia que te habla, un corazón que quiere conectarse contigo desde el “otro lado” de las páginas. En los libros aprendí que, encerrados en la materialidad de sus formas, había seres humanos intentando comunicar, a los que quisieran acercarse a ellos, sus ideas, su sabiduría y su experiencia. También entendí que un libro es la flor más hermosa, el fruto más maduro y eterno que puede dejar un ser humano tras su paso por la vida. Un libro es un ser vivo (está expresión también es una metáfora) que ama y aborrece, que se entrega o se resiste, según sea tu amor o tu desprecio por él. Si se le trata con amor, él te revelará sus secretos: ideas, pensamientos, fantasías, sueños, visiones y paisajes del alma humana. Y, una vez comprendido todo esto por la conciencia, pueden ser que ellas sirvan al caminar particular de cada lector, después que éste las haya incorporado a su diario vivir. Porque es la experiencia la que abre la puerta a los mundos internos del alma de la Biblioteca que somos, llena de dimensiones inimaginables.
 (Continuará en un próximo artículo)

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