La “Sombra”
en la Mujer y en el Hombre
(2)
Es evidente que una
cosa es reconocer que la psique
posee contenidos concientes e inconscientes,
así como aspectos personales y colectivos, y otra muy distinta describir su complejidad. Si observamos
un “paramecio” (un organismo
unicelular) comprobamos que este “come”
a todo aquello que reconoce como “alimento”,
y “huye” de todo aquello que podría
“comerle” y a lo que considera como
“enemigo”. El paramecio no tiene que
aprender cómo ha de comer y como ha
de huir. Ni su cuerpo ni su mente
han de aprender nada, porque dicho conocimiento ya se encuentra almacenado en
él, conocimiento que es transmitido a través de innumerables generaciones de
paramecios que ya experimentaron lo que es “comer” y lo que es “huir”.
Ese “conocimiento” constituye un patrón, y ese patrón es un “arquetipo”.
También el “bebé” humano se enfrenta
al mundo a través del “velo” de una
experiencia arquetípica, parte de la cual toma la forma de “imagen”; otra parte, toma la forma
muscular (a esta forma se la ha llamado “instinto”).
(...)
Imaginemos que el bebé percibe, en algún momento, que el pecho de la madre, su fuente de alimento,
es algo separado de él. Podríamos decir que tenemos, en esta percepción, un principio de conciencia. Esta conciencia
es el “ego”, que surge cuando el bebé comienza separarse de su entorno.
A esta “separación” contribuyen los residuos arquetípicos de la relación madre-hijo. Desde el momento en que se produce esta separación, se
le da “sustancia”, o “contenido” al “arquetipo madre”; y a ese arquetipo el bebé le añade su conocimiento de la medre biológica. Lo importante a tener en cuenta aquí es que,
debajo de esa experiencia concreta, siempre estará el “arquetipo madre”.
Lo que llamamos “mente humana” posee una insondable
profundidad de experiencia, llena de arquetipos
que, progresivamente, marcarán nuestras conductas. Por ello, cualquier
arquetipo tiene dos caras: la “imagen
arquetípica en sí misma” y la “conducta
instintiva” que la acompaña. Al experimentar
el mundo, lo hacemos a través de los arquetipos,
y nuestro “instinto” le proporciona
al arquetipo una forma exclusiva. A la agrupación de todos estos recuerdos “personales” alrededor de una
experiencia, Jung lo llamó un “complejo”;
en este caso, un “complejo de madre”.
Cuando investigó este “complejo de madre”,
Jung no encontró en él un solo recuerdo de la madre biológica y, si lo había, no era sexual como decía Freud. Lo
que encontró fue un “complejo de madre”,
un “colectivo”, una memoria arquetípica de la compleja
relación entre “madre” e “hijo”. Por ello, nuestra relación con
las cosas y las personas se realiza a través de estos complejos, y esta
relación se lleva a cabo a través de un elemento: la conciencia del “ego”.
“El ego es un
dato complejo constituido en primer lugar por una conciencia general del
cuerpo, de su existencia, y en segundo lugar por su banco de memoria; usted
tiene una cierta idea de haber sido una larga serie de recuerdos.” (Jung. "Psicología
analítica").
Podría decirse que el “ego” es la primera interacción dinámica
entre la conciencia y en inconsciente. Al ser el centro del
consciente, adquiere “forma” en los
límites donde se experimenta así mismo como algo separado del entorno. Cada complejo, acumula experiencia personal que se incrementa mientras rodea al arquetipo
de “ego”; por ello, éste puede relacionarse con el mundo exterior de los sentidos y con el mundo interior del inconsciente.
“[…] el ego es un
complejo de hechos psíquicos. Este complejo tiene un gran poder de atracción,
como un imán; atrae contenidos inconscientes […] También atrae impresiones del
exterior, y cuando entran en relación con el ego se vuelven conscientes. Si no
lo hacen no son conscientes.” (Psicología Analítica).
El bebé que ha percibido y tomado conciencia que sus pies forman parte de “su” cuerpo, pero que el pecho de la madre que le alimenta no
forma parte de su identidad, no es diferente (salvando las distancias
evolutivas) del paramecio. Hacia los dos o tres años, el niño comienza a darse
cuenta y a hacerse plenamente conciente que su madre es diferente a él. También
se da cuenta, aunque de una forma que aún no es consciente, que ha estado
identificado con un ser que, en el fondo, le es extraño. Este descubrimiento
puede causar una terrible decepción
que se podría comparar a la “expulsión
del paraíso”. Los psicólogos (algunos) piensan que el temor del hombre a un
compromiso verdadero, en la relación hombre-mujer, tendrían sus raíces en esta desilusión.
Esta toma de conciencia
parece necesaria en la evolución del hombre
como ser “masculino”, ya que su
camino se encuentra en lo conceptual.
Este es también el camino de la mujer, pero ésta puede incluso “existir” socialmente sin llegar nunca a tomar conciencia de ella misma. Por
el contrario, un hombre se
encontrará como un ser totalmente inadaptado al papel que la sociedad le asigna
sin esta toma de conciencia. La situación primordial sería la de una manera de
ser dentro de algo más grande -la madre-
sin que existe ninguna separación. Esto quiere decir que, en la psique humana,
la madre y el inconsciente son una y la misma cosa; por lo tanto, el inconsciente significa y desempaña siempre
una cualidad maternal. En los primeros tiempos, éste inconsciente, se
corresponde siempre con la “madre buena”,
aunque, desgraciadamente, las cosas no quedaron ahí. Por si no se han dado
cuenta todavía, “crecer” significa “prohibición” y establecimiento de “límites” que nuestros entornos -físico, familiar y social- nos
impone.
Volvamos un instante a
la situación anterior, es decir, al conjunto de relaciones entre la madre y el niño antes de que aparezca la conciencia
individualizada, antes de la creación del “yo”, y de una conciencia cuyo centro es precisamente ese “yo”. Quién dice “yo” dice igualmente “el otro”,
y para poder decir “el otro” hace
falta una distancia, una separación. Esta distancia es impuesta al niño por el simple hecho de confirmar que
es diferente a su madre y que tiene un sexo distinto. Este descubrimiento
sumerge al niño en un gran desconcierto, pues el ser que le es más cercano, de
quien cree formar parte, se ha convertido en un extraño. Es en este momento
cuando empieza, o debería comenzar, el papel del padre. Este papel consistiría en acoger al hijo e introducirle en
el mundo de los hombres para que tenga un nuevo “cobijo”, al menos desde el punto de vista del alma, habida cuenta
que desde ese momento la madre es percibida como un “tú”, algo diferente. El niño necesita al padre para encontrar un “tú”
similar. Por ello el padre es una
necesidad vital para el niño. Es por esto que, en las antiguas sociedades
aborígenes, al alcanzar la pubertad, a los chicos se les separa de las madres y
de las hermanas y se les introduce en el “mundo
del Padre” y de los hombres a través de un rito de “iniciación”.
El problema se plantea
cuando el padre está ausente, que es
lo que les ocurre a todos los caballeros que parten en busca del Grial, o a los
que representan el “Mito del Héroe”
que parte a la búsqueda de sí mismos; o del “padre” provisto de una personalidad menos fuerte (y por lo tanto
agresiva) que la de la madre
(teniendo en cuenta que vivimos en una sociedad patriarcal). ¿Qué pasa entonces
con el niño?
Cuando un niño es
elogiado por ciertas conductas y reprendido por otras, solo tratará de mostrar
las primeras y reprimirá las segundas. Pero el desarrollo “sano” se centra en el equilibrio, por lo que el niño necesita del
elogio y la amonestación de sus padres, para “recordar” que en todo existe una elección. Y, cuando ya no necesite
que sus padres le recuerden su conducta, las recordara en su interior. ¿Cuántas
veces no hemos escuchado a un chico o una chira, después de realizar un acto
reprobable decirse así mismo: “chico
malo”, o “chica mala”? Ese “padre interiorizado” solo constituye
una fase de transición.
“Después de un
tiempo. Somos la persona que exhibe tal y cual comportamiento y que no
exterioriza la conducta contraria. Comportarse siempre de cierta manera produce
un estado de organización mental más eficiente que tener que tomar una decisión
cada vez que surge un problema. El recuerdo de que alguna vez nos comportamos
mal, retrocede en la conciencia; ya no somos por más tiempo conscientes de que
pudimos en algún momento obrar de otra manera. Sin embargo, si la persona en la
que nos convertimos se desvía demasiado de nuestro ser esencial, una figura
compensatoria se forma en el inconsciente: la
sombra.” (Robin Robetrtson, “Arquetipos junguianos”, pg., 206).
Los mitos del héroe o
los caballeros del Grial nos muestras el ejemplo de un padre ausente. El niño se encuentra completamente solo con la madre, o incluso sin ella, en un mundo que
él no ha escogido, y en el que se encuentra inmerso por el hecho de ser un
chico. Sentirse solo ha sido siempre una de las angustias fundamentales del ser
humano. Naturalmente está la madre,
que infunde seguridad y consuelo, pero no es lo mismo, pues no
conoce el mundo de los hombres y no puede conducirle en él, ni hacerle comprender lo que es un hombre. Además,
al crecer, el chico siente de una manera difusa que, para llegar a ser un hombre, debe
alejarse de la madre. ¿Qué
posibilidades de adaptación tiene? Si no puede adaptarse, abandonará la
búsqueda de su verdadera naturaleza y se identificará con la madre, ya que le
es necesario tener un modelo, y así
puede llegar a convertirse en homosexual; aunque la ausencia del padre no
conduce necesariamente a la homosexualidad. El homosexual es un hombre
cuya masculinidad total se ha hecho inconsciente y forma parte de su Sombra. La única posibilidad de tomar
contacto con su masculinidad es encontrarse con otro hombre. Esto le permitirá un
acercamiento consigo mismo como hombre a través de otra persona-hombre. La “sombra” aparece cuando el “ego” acepta una visión de sí mismo
demasiado restringida. Es como si la psique humana proyecta la “sombra” cuando desea empujar al
individuo hacia la realización de su propio potencial; es como si esta fuera la
proyección de una “luz” (toda luz
proyecta una sombra), un punto de referencia al que compararse y al que Jung
llamó “self” o “si mismo”. Si el “yo” se
desvía demasiado del “self”, el
mecanismo compensatorio actúa, haciendo que la “sombra” aparezca a fin de restablecer el equilibrio. La finalidad
es “integrar la sombra” en la “personalidad”. Una vez recuperados aquellos rasgos rechazados,
el “ego” se expande. La “sombra” no
es solo algo individual, es colectiva.
El “arquetipo padre” es la imagen del padre presente en el inconsciente de cada
uno de nosotros, en todas las culturas y en todas las civilizaciones. Se le
atribuyen poderes. Estas atribuciones no son absolutamente arbitrarias, pero
fluyen de la naturaleza misma del principio
masculino o patriarcal. El principio masculino constituye el mundo del padre que tiene por simbolismo
el “Cielo”, la altura, la vertical, la cabeza, el pensamiento; por lo tanto, la conciencia,
la distancia, la diferencia; así pues, la identidad,
la ley, la moral, la ética, la exigencia de hallarse donde se encuentre
el mejor, el principio, el dogma, etc.
Por definición, éste principio se opone al principio
matriarcal, lo que no implica nada en sí mismo, ya que juntos forman un
todo. El problema está en que en la vida humana estos dos principios luchan
entre sí y son los peores enemigos, intentando cada uno, desde el inconsciente,
destruir al otro sin conseguirlo, pero destruyendo ciertamente al hombre.
El niño, cuyo padre
está ausente, puede pues decidirse a vivir el principio patriarcal bajo un prisma arquetípico. Si este principio no está encarnado, no está
representado en una forma humana, será vivido de una manera no humana, ya sea inhumana o sobrehumana.
El niño vivirá para este estado
patriarcal en estado bruto, sin que
haga de intermediario un rostro paternal y humano. Es entonces cuando el principio
se vuelve negativo por estar inadaptado a la realidad y a la medida humana. Este
muchacho se convierte, entonces, en un joven
patriarca, cuyo “principio” es vivido
en su forma negativa, anti-femenina, contrario a la energía
de vida del principio femenino. Es decir, vive desde su cabeza y en su cabeza,
dando una importancia y un crédito desmesurado al intelecto; rechaza su cuerpo,
por ello a menudo es un cuerpo delgado, o lo desarrolla en forma desmesurada.
Vive de principios, los que ha imaginado en su mente, y estos toman así
el lugar y la forma de una “religión”.
El problema es que nunca estará dispuesto a sacrificar esta postura para
adaptarse a una realidad de vida; por el contrario, será la vida, su vida, la que se sacrificará para
adecuarse a esos sus principios.
Igualmente repudiará a todos aquellos o aquellas que no se sometan a esos
principios que el obedece. Como su
escala de valores se ha hecho “absoluta”,
tiene una imagen de sí mismo y de los demás enfrentada. Quién le cae bien, es
porque es un reflejo de sí mismo. Pero el
resultado de todo este juego es una permanente inseguridad y falta de
confianza é mismo. Exige perfección
ante su insatisfacción y la constatación de la imperfección general que reina en él y alrededor de él. Teme y detesta el mundo de lo femenino, ya que lo percibe como algo
peligroso. Carece del sentimiento de confianza, sustituyéndolo por
desconfianza, a la que considera un valor. Le es indispensable ser y aparecer
como el mejor en todas partes; pero, desgraciadamente, muy a menudo, no llega a
elevarse a la altura de su exigencia a causa de su falta de confianza.
Este tipo de hombre
tiene, tanto de sus pensamientos, como de sí mismo, una noción tan alta que los
eleva a categorías de pensamiento
universal, lo que lo convierte en un ser extremadamente intolerante. Un
hombre así nunca será feliz, se sentirá siempre solo, nunca estará satisfecho
de sí mismo y de los demás; será incapaz de adaptarse a la vida, pues se
encuentra lleno de exigencias. Será un hombre sin amor, incapaz de entablar con los demás un contacto real. Aunque existe una única excepción a esta soledad: le
gusta la compañía de otros hombres, siempre que encajen en su “modelo”. Puede tener algún “amigo”, pero nunca una “amiga” (en el sentido de amistad).
Puede llegar a ser el “tirano doméstico”
o, simplemente, el Tirano.
Escapar de este “complejo paterno” en su forma “patriarcal” conlleva la aceptación de ese
niño aún vive en la profundidad inconsciente de su psique; un niño que nunca
creció y que nunca llegó a convertirse en un “hombre” al carecer de una
“imagen” que le sirviera de referente. Deberá aprender a aceptar su debilidad (cosa harto difícil) y su vulnerabilidad, así como deberá a aprender a ser un buen padre, tomándose a sí mismo como hijo. No es fácil liberarse de la sujeción inhumana del principio patriarcal en el que se
encuentra encerrado; tendrá que reconocer cuales son las necesidades esenciales
de ese niño; deberá comprender que la vida
necesita de ciertas condiciones para existir, tales como paciencia (el querrá que las cosas sean ¡ya!), confianza, y la capacidad
para distinguir entre lo posible
y lo imposible. Los psicólogos
proponen la necesidad de “evocar”, a
través de lo que Jung llamó “imaginación
activa”, la imagen de un “padre
positivo”.
A pesar de la
influencia negativa que el “arquetipo
sombra” puede ejercer sobre nosotros, a hombres y a mujeres se han sentido fascinados
siempre, a la vez que se han sentido desconcertados, por el sexo opuesto. Esta
fascinación se debe a la sexualidad.
“Históricamente
encontramos el ánima sobre todo en las sicigias divinas, las parejas de
deidades hombre-mujer. Estas se extienden hacia abajo, por un lado, hacia las
oscuridades de la mitología primitiva, y hacia arriba, por el otro lado, hacia
las especulaciones filosóficas del gnosticismo y de la filosofía clásica china,
en donde el par cosmogónico de conceptos se designa como yang (masculino) y yin
(femenino). Podemos afirmar con seguridad que estas sicigias son tan
universales como la existencia del hombre y de la mujer.” (Jung; “Arquetipos
del inconsciente colectivo”).
Jun usa el concepto “sicigia” para referirse a las parejas de dioses o a la pareja hombre-mujer. El diccionario de
la RAE carece de explicación para el concepto “sicigia”, pero sí la tiene para el concepto “sizigia”, concepto que dice provenir del griego συζυγία, «reunión», y después del bajo latín, syzygia. El concepto es utilizado para
explicar la situación en la que tres
objetos celestes, o más, están alineados. Es un término generalmente
utilizado para la alineación del Sol, la Tierra y la Luna o de un planeta. Por
ejemplo, los eclipses de Sol o de Luna son sicigias;
también se habla de sicigias para
referirse al momento de la luna llena (plenilunio)
y la luna nueva (novilunio), etc. “syzygia” no significa solo “reunión”. Sino que, al estar formada
por “syn” + “dsyjós” señala que esa reunión es a causa de encontrarse enlazados con
el mismo “yugo”.
Así que las “sicigias” a las que hace referencia
Jung tienen que ver con “algo” que,
a pesar de su aparente oposición, el “ánimus”
y el “ánima”, el “hombre” y la “mujer”, los mantiene unidos, alineados, uno junto al otro, como dos
bueyes bajo un “yugo”. La
vinculación entre “hombre externo” y
“ánima interna”, así como la
vinculación entre la “mujer externa”
y su “ánimus interno” constituyen
una sicigia, porque ambos aspectos,
el externo y el interno, se encuentran sometidos al “yugo” que los griegos llamaron Eros,
la fuerza de atracción más poderosa del universo. Cuando dejamos de protestar
por el “otro opuesto”, podemos
reconocer su cara en el espejo, y resulta que es la nuestra. No importa se sea mujer u hombre, como “humanos”,
todos compartimos las mismas experiencias físicas o emocionales y, a pesar de
ello, el “hombre moderno” no sabe
aún en que consiste eso que llama “sexo
opuesto”.
En todas las épocas y
culturas que conozco, y son muchas, el papel de la mujer ha estado centrado alrededor del hogar y la familia;
mientras el papel del hombre se
encontraba “fuera” del hogar y la familia. En las primeras etapas de nuestro pasado, las diferencias
eran “culturales”- Lo que
psicólogos, sociólogos, antropólogos, biólogos, historiadores, etc., han
descubierto es que: las diferencias
entre hombres y mujeres son profundas y variadas y, a pesar de ellos, las
diferencias entre miembros promedio de sexos opuestos son menores que las
diferencias entre los miembros que más varían dentro del mismo sexo. Esto
quiere decir que nuestras experiencias
personales y arquetípicas del
sexo opuesto, se han formado a través
de “diferencias” antes que “similitudes”. Tal vez por ello, esto
llevó a Jung a decir que “Ningún hombre
es tan por completo masculino que no posea algo femenino en él […] La represión
de los rasgos e inclinaciones femeninos causa de modo natural que estas
demandas contrasexuales se acumulen en el inconsciente.” (“Dos ensayos de psicología analítica”).
A nivel biológico, un
hombre no es más que una mujer con un cromosoma
X menos. Los órganos sexuales del hombre se desarrollan a partir de la base
de los órganos sexuales femeninos. Si se prescindiera de la testosterona el hombre volvería a ser
una mujer. Ambos sexos poseen características químicas semejantes y sus
equilibrios hormonales tienen variaciones cíclicos particulares. Lo que Jung
señala es que este cuatro biológico de diferencias
y semejanzas se repite por igual en
la psique de hombres y mujeres. En la relación entre ambos, la “sicigia” es como una danza en la que
cada uno “responde” a los
movimientos del otro. La misma danza se desarrolla entre los elementos contrasexuales internos, cada
elemento se desplaza en respuesta al otro. Así que lo que parece estar
contenido como arquetipo dentro de
todo ser humano es la experiencia del sexo opuesto en una miríada de diferentes
situaciones. Pero una cosa es el ánima
y el ánimus y otra es la mujer y el hombre. Cuando un hombre integra contenidos de la “sombra”, integra aspectos masculinos que hasta ese momento no había admitido (lo
mismo ocurre con la mujer), pero cuando integra contenidos del ánima, lo hace con la posibilidad de
poder relacionarse con lo femenino. Una mujer, apresada por su “ánimus” es incapaz de examinar, de una manera
consciente las opiniones que expresa; no más que un hombre preso de su ánima.
Ambos expresarán las peores cualidades de cada uno.
“[…] cuando
ánimus y ánima se encuentran, el ánimus desenvaina su espada de poder, y el
ánimus expele su veneno de ilusión y seducción.” (Jung. “Aion”).
El trabajo en el Proceso de Individuación (del que
hablaremos en un próximo capítulo), se emprende para alcanzar la propia transformación,
aunque, a menudo, es necesario emprenderlo por los propios hijos. Una madre que vive mal su cualidad de madre,
suele sentir, a veces, a sus hijos como enemigos,
sobre todo cuando estos le exigen una cualidad
de la que no dispone. De la misma manera sucede con el padre, cuando el hijo le pide que sea un padre amoroso, algo que puede que nunca haya sido.
Si el padre no existe o
está ausente, el niño no tiene la posibilidad de vivir a través de su ejemplo y
se “inventará” un padre imaginario, un padre con un poder
formidable. Esta “imagen” causará
tal impacto en él, que ya no tendrá, desgraciadamente, ninguna oportunidad real
de alcanzar un “modelo perfecto”. Si
el padre es débil, el niño se dará cuenta de esta debilidad, y no se sentirá
orgulloso de él. Generalmente un padre débil es el que se encuentra sometido a
la ley del matriarcado, y el niño
terminará estando terriblemente “enfadado”
con la madre. Será un futuro misógino.
Ya que todos los valores necesarios para la supervivencia
se encuentran centralizados en la madre:
ella es la fuerza y el poder; ella toma las decisiones, suya es también la responsabilidad, etc., etc. Advertirá que entre su padre y él no existe una gran diferencia.
El padre es como él, un hijo de su madre,
solo que algunos años mayor. ¿Cómo adquirirá la confianza que necesita para alcanzar su futuro estado de “hombre”? Intentará ponerle remedio
identificándose con el principio
patriarcal, prometiéndose que él no será como su padre, sino un “verdadero hombre”. Pero como sus “modelos” serán los generados por su imaginación, la imagen patriarcal estará distorsionada.
Desgraciadamente la
mayoría de estos hombres no emprenden nunca un trabajo sobre ellos mismos, pues
el miedo al poder absoluto de la madre
se transforma en el miedo al poder absoluto del inconsciente.
Su pregunta fundamental será: ¿para qué emprender un trabajo semejante? Pero
antes deberá encontrar la respuesta. En una primera etapa, esta sería: “para vivir mejor y sin miedo”; más
adelante, para encontrar la “espiritualidad”
en lo cotidiano; espiritualidad que se expresa en la manera de relacionarse, de
dar la mano, en la forma de sentarse o en la forma de estar… y a distinguir la
diferencia que hay entre el “pequeño yo”
y el Ser, o lo que es lo mismo,
entre la conciencia y el inconsciente.
Jung usó los símbolos
alquimistas para describir el proceso de desarrollo de la psique. Por ejemplo,
esta imagen, de un manuscrito del siglo XVI, ilustra el proceso de desarrollo
de la psique masculina como un árbol que germina del área genital de un hombre
que ha sido herido en el costado por una flecha.
En otro texto alquímico
del siglo XVI titulado “Alchemy”, de
Johannes Fabricius, se nos muestra el camino del desarrollo de la psique de la
mujer. Es simbolizado como un árbol que brota de la cabeza de una mujer, de
fuerte cuerpo físico, y completamente erguida sobre dos alambiques.
Ambas imágenes
alquímicas describen las diferencias entre los dos viajes. El hombre ha de ser herido para que se vea forzado a “volverse” hacia sí mismo. La mujer ha de permanecer “fuerte” y “erguida”. Es
evidente que ambas posturas no son “naturales”
de ambos sexos, tal y como consideramos sus estereotipos.
El árbol que representa el proceso
de individuación masculino, crece en el lugar donde deberían estar sus órganos sexuales, como si fuera un
símbolo de sus instintos, al igual que la fuente de sus sensaciones más profundas; también el origen de su creatividad. El árbol sobre la cabeza de
la mujer, simboliza la fuente del pensamiento
lógico y la iluminación espiritual.
Los dos senderos de “individuación”
son representados como árboles para
mostrar que, el desarrollo que ha de tener lugar, posee una cualidad orgánica y que el “ánima” representa los sentimientos
del hombre y el “ánimus” el pensamiento de la mujer.
Por ello, la integración de los
contenidos personales del ánima, en la mayor parte de los hombres, es “reconocer” y “aceptar” sus sentimientos.
Cuando un hombre ha integrado su ánima, comienza a sentir un arraigo
y un significado que no es el natural
de los demás hombres; ahora puede relacionarse con el mundo externo e interno a
través de su “habilidad” para discriminar sutilmente sus propios sentimientos. A su vez, para la mujer, integrar los contenidos personales de su ánimus, le permite llevar a cabo agudas distinciones analíticas., tanto en su mundo interno como en el
mundo externo. Una vez que ánima y ánimus han sido liberadas de la necesidad de
proyectarse externamente, vuelven a su genuina función psicológica de
salvar la brecha entre la conciencia y el inconsciente. Este es un proceso que requiere de toda una vida; y
no debemos olvidar que aún existen niveles más profundos en nuestra psique.
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