(Continuación)
Capítulo Primero
El Hombre como Metáfora
Si la Literatura es un arte,
el arte de la palabra; si la
Tradición dice que el Universo es un libro; y si la Sabiduría añade que
"todo libro encierra el Universo",
es evidente que todo libro está ahí para leerlo, para descifrar su sentido, su
existencia, su mensaje.
(...)
Leer un
libro es una experiencia a la que pocos acceden en su significado más profundo.
La experiencia de comprender, la experiencia de pasar al otro lado de las
palabras escritas, hasta encontrarse con otro ser humano: unos ojos que te
miran, una conciencia que te habla, un corazón que quiere conectarse contigo
desde el otro lado de las páginas. En
los libros aprendí que, encerrados en la materialidad de sus formas, había
seres humanos intentando comunicar, a los que quisieran acercarse a ellos, sus
sentimientos, sus ideas, su sabiduría. Y entendí que un libro es la flor más
hermosa, el fruto más maduro y eterno que puede dejar un ser humano tras su
paso por la vida. Un libro es un ser vivo que ama y aborrece, que se entrega o
se resiste, según sea tu amor o tu desprecio por él. Si se le trata con amor,
él revela sus secretos: ideas, pensamientos, experiencias, fantasías, sueños,
visiones y paisajes del alma humana. Y una vez comprendidas por la conciencia,
pueden ser aquellas que sirvan al caminar particular de cada lector, una vez practicadas
en el diario vivir. Porque es esta práctica la que abre la puerta a los mundos
internos del alma, mundos llenos de dimensiones inimaginables.
Un libro es
hijo del papel y de la tinta, la luz y la sombra creadoras, fecundados por el
amor de un corazón pensante que puso allí palabras con sentido y significado.
La negrura de la tinta es el vehículo que expresa el sentir de un corazón y la
claridad y sabiduría de una inteligencia. Todo un acto de creación. Así debió
salir el Cosmos del Caos. En el otro extremo de la distancia, la lectura
involucra otro proceso, otro pensar y sentir que se acerca a abrazar al hermano
desconocido del que sólo ves su jardín. Un jardín de palabras, flores e ideas,
perfumes y sentimientos, paisajes y colores pensados.
Muchos
desprecian los libros, o no los aman lo suficiente. Y el perfume que contienen
permanece encerrado en ellos. Y es que leer, el proceso de aprender a leer,
requiere de aquello que más nos cuesta dar, nuestro tiempo, nuestra dedicación,
nuestro esfuerzo, además de paciencia y práctica. Leer no es articular sonidos
representados gráficamente. Leer es comprender. Un acto mágico de la conciencia
que abre las puertas de lo maravilloso, cuando el amor se involucra en el
proceso.
El libro
también tiene enemigos. Uno de los más peligrosos es ese enemigo de la
inteligencia, tal vez porque no ha logrado comprender, que esgrime la idea de
que la verdad no está en los libros. ¡La Verdad! ¿Qué verdad? ¿No se tratará de
suprimir a la inteligencia porque esta es discernidora de la Verdad? Porque se necesita
de la Inteligencia
y de su hermana la Sabiduría
para poner en las páginas de un libro las palabras llenas de significado en las
que se soportan los pensamientos, los sentimientos, los sueños, las ideas
esenciales del alma humana.
Leer no es
fácil. Requiere de método, de disciplina. Pero sobre todo, requiere de una
consideración: la consideración de que el trazo negro de cada palabra impresa
en el libro, se nos hace inteligible, gracias al blanco de la página en la que
se escribe o inscribe ese trazo. Ese blanco del que la palabra brota y en el
que, cuando su tiempo se cumpla, acabará por desaparecer. Ese blanco que es
símbolo del Océano Primordial, principio y fin de toda criatura, es del que
surge la Palabra. En
él se encuentra también lo fundamental de toda escritura, pues constituye la
otra mitad de ese círculo de misterio que envuelve nuestra existencia. Por
ello, cualquier escritura puede tener mayor o menor calidad, en la medida en
que transmite ese Misterio, ese Silencio que ella, la Palabra, no es.
Cada
escritura exige de nosotros y permite un tipo de lectura diferente. Cuando la
palabra es portadora de misterio, cuando es parabólica o metafórica, nos
demanda una lectura lenta, una lectura que exige ser interrumpida
frecuentemente para meditar, para tratar de absorber lo inconmensurable. Nos
pide que consideremos, en la meditación, el blanco de la hoja. Y esto es así
porque esta palabra portadora de misterio es siempre una metáfora. Y la Tradición dice que toda
palabra metafórica es sagrada.
Atribuir el
calificativo de sagrada a una palabra, quiere significar que ella abarca, o
puede abarcar, según se la use, más o menos mundo, más o menos realidad, que lo
que se ha convenido que abarca. Cuando alguien dice: "el rey marchó a su casa", es evidente que casa sustituye a castillo,
porque hemos dado en convenir que los reyes vivían en los castillos y en los
palacios. Aquí la metáfora reduce la realidad del significado. En cambio,
cuando digo de alguien que "es mi
casa" (mi refugio), casa
está sustituyendo a un ser humano, con lo que su significado se amplifica. Este
extraño fenómeno a que da lugar la metáfora, ha inquietado siempre a los
hombres. Estos no logran entender muy bien que aquello que les hace humanos,
aquello que les muestra su realidad, la palabra, sea algo tan impreciso, tan
difuso. Tal vez por ello, el hombre tuvo que inventar los lenguajes matemáticos.
Ya Aristóteles le reprochaba a Platón el uso que este hacía de la metáfora,
pues decía que "todo lo que se
expresa por metáforas, es oscuro".
Al hombre
le asusta la oscuridad. Le asusta lo impreciso. Quiere que el Pan, sea pan y el Vino, vino. No entiende que el pan y el vino puedan ser también carne y sangre. Es como si el hombre, Adán, al comer del Árbol de la Ciencia, hubiera dado con
ello origen al lenguaje de la palabra precisa, de la palabra de un solo
significado, de la palabra utilitaria. Y tal vez por ello, el hombre caído, no ha entendido todavía
esa metáfora con la que fue expulsado del Paraíso: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente".
El hombre
ha entendido que esta admonición hacía referencia a un trabajo físico, porque
en su significación única y literal, la única realidad es física y, ganar el
pan físico, requiere de trabajo. Pero el "Pan" que hay que ganar, es el pan del que hablan las
Escrituras, el alimento espiritual que permite al hombre acceder a un lugar más
alto y a la vez más profundo en sí mismo. Ese pan ha de ser ganado con el "sudor de la frente", es decir, con la secreción del
pensamiento, con la elaboración de nuevas ideas, de ideas metafóricas, que nos
permitan acceder al Reino de los Cielos.
Otra impresionante metáfora.
La poesía
es el lenguaje que usa la metáfora como forma de expresión, es sencilla y
humilde cuando realiza ese gesto osado de captar la multivocidad de cada
palabra, la imprecisión del misterio humano. La Poesía sabe que esa
precisión con la que el científico, el antropólogo, el médico, el psicólogo, el
sociólogo, el historiador y el hombre de la calle quieren definir al hombre, no
sólo es imposible, sino que ese lenguaje utilitario y preciso solo sirve para
recordarnos, como un eco, que alguna vez, allá en el Paraíso, nosotros éramos
una metáfora, nosotros éramos ángeles.
La poesía,
al usar la metáfora, no se detiene en la aceptación de que casa signifique casa,
sino que pretende ir más allá, buscar una salida, encontrar una puerta por
donde la ambigüedad se resuelva, y dice de pronto: "El Sol, Capitán redondo".
La realidad
se ha duplicado. El Sol cobra la esencia del capitán, y el capitán la del sol.
Allí donde el lenguaje preciso, por insistir en la Ciencia del Árbol,
desmembra, separa el bien del mal, lo alto de lo bajo, el yo del tu, el Sol del
Capitán, la metáfora reúne lo aparentemente disperso. Restaura la unidad, nos
devuelve al estado paradisíaco anterior a la Caída. La metáfora
resuelve esa paradoja que es la vida y nos enseña cual es su misión, su
finalidad: nos dice que ella está ahí para que con su uso, llevando una vida
metafórica, derribemos las barreras racionales levantadas por el lenguaje
preciso y utilitario.
Alguien
dijo una vez que la operación de la metáfora era una operación de fe. Porque se
necesita fe para creer que el Sol es un Capitán; o que alguien, una criatura humana, pueda ser mi casa.
Nada se puede demostrar en el territorio de la metáfora. Ella misma es su
propia realidad. Se muestra así misma y eso es todo. De ahí que la fe sea ese
espacio de nuestra realidad interior en las que las cosas han sido mostradas y
aceptadas. Aunque la fe y su ausencia es un misterio cuya ausencia nos impide
ver lo.
"Los ojos de una estrella".
Huyen. Se ve que huyen
vueltas de espaldas a la
tierra.
Nosotros no hemos visto
todavía
los ojos de una
estrella.
Para buscar lo que
buscamos
(¿dónde está mi
sortija?)
una cerilla es buena,
y la luz del gas,
y la maravillosa luz
eléctrica..
Nosotros no hemos visto
todavía
los ojos de una
estrella.
León Felipe
"Huyen". Se ve. De espaldas. Dar la espalda es huir. No
hemos visto los ojos de una estrella porque nos dan la espalda. Y lo hacen, el
huir de nosotros, porque buscamos algo en un lugar equivocado. ¿Qué buscamos?
¿Dónde está mi sortija? La sortija es de oro, símbolo de totalidad y a la vez
de unión, de perfección. Pero también es un símbolo de paso. Las sortijas
suelen llevar una piedra; y la piedra
es el símbolo del hombre caído: el hombre es una piedra bruta que se ha de transformar en piedra preciosa y adornar el
centro de la sortija.
Hemos
perdido la sortija. Nos hemos perdido a nosotros mismos. Hemos perdido nuestra
realidad, esa realidad que somos: el hombre, lo humano. Hemos perdido nuestra
totalidad, el círculo, el anillo, la
sortija, y nuestra Luz, la piedra
preciosa y luminosa. Hemos perdido el camino que nos lleva al centro de
nosotros mismos y del que nos separamos al perdernos.
Y como la
sortija está perdida, las estrellas nos dan la espalda, huyen. Huyen de
nosotros porque somos una especie de monstruos ciegos, porque ya no somos una
de ellas, porque ya no somos chispas de luz, porque aún no somos Soles. Ahora,
solo somos una constelación de planetas ciegos, perdidos, sin centro,
peleándose unos con otros, porque no se ven, porque no se reconocen así mismos,
porque no reconocen lo idéntico de su realidad a causa de la ausencia de luz. Y
de pronto alguien pregunta:
- ¿Dónde está mi sortija?
- ¿Dónde estoy yo?
- ¿Dónde está el Sol que soy?
- ¿Dónde está la Divinidad con la que nací?
Y nos hemos
puesto todos como desesperados a buscar. Pero seguimos ciegos, seguimos sin
ver. ¿Buscamos bien? ¿Buscamos con el instrumento adecuado? ¿Un instrumento
para "ver"? Buscamos con
herramientas, despanzurramos las cosas tratando de verlas por dentro y decimos
que allí no hay nada.
‑ ¿Dónde
coño está mi sortija? -Gritamos enfebrecidos.
Nadie se
acuerda de la LUZ. Porque vale
cualquier luz: "la luz de una
cerilla", "la luz del gas",
"la maravillosa luz eléctrica"...
¡Si, maravillosa! Alguien se ha preguntado alguna vez lo que ha significado
para la expansión de la conciencia del hombre la luz eléctrica? ¡Cuántas sombras quedaron de pronto iluminadas!
¡Cuántos terrores desaparecieron de
repente! ¡Cuántas supersticiones, ignorancias, tabúes..., se fueron para
siempre al desaparecer las sombras con la llegada de la luz eléctrica, de la maravillosa luz eléctrica. Ella alejó
la "noche", las "sombras", la oscuridad, en forma
real y perceptible. Y no solo de nuestro entorno físico, sino que, cumpliendo
el axioma hermético de que lo que es
arriba es como lo de abajo, de que lo que es fuera es dentro, también lo
fue en la conciencia del hombre.
Ella, la Luz,
nos acerca un poco más al Sol. Ahora tenemos incluso la luz láser, el propio Sol
domesticado. Tal vez por ello, pronto, seremos Sol, pronto podremos ver de
nuevo los ojos de una estrella;
porque ya casi empezamos a saber que somos esa estrella.
¡Y sólo
necesitamos luz! Cualquier luz es buena, dice la metáfora, porque la luz llama
a la Luz. "Si en mis ojos no hubiera sol, yo no vería
el sol", decían los egipcios. Y es así, con luz, como la piedra que
somos, llegada a su centro, el centro de la sortija, nuestra Totalidad, se hace
piedra preciosa, es decir, luminosa,
dadora de luz. Se hace ella misma Luz.
Cuando tal
milagro ocurra, las estrellas ya no nos darán la espalda, ya no huirán de
nosotros porque nos reconocerán como a uno de ellas, y veremos nuestros ojos
verdaderos al mirar, de frente, el reflejo de los nuestros en los suyos.
El poema de
León Felipe, en sí, entero, tomado a peso, es la metáfora: una pura y simple
paradoja, en la que la unidad perdida puede ser restablecida.
Una
tradición islámica dice que Adán hablaba en verso en el Paraíso. La imagen
puede tener muchos sentidos: unos afectan al habla, pues el estigma de la Caída se manifiesta en las
palabras. Aunque quedan vestigios del lenguaje anterior, sobre todo en la
mirada y en la caricia, cuando en ellos está el amor unificador. Porque la
palabra que nos legó la serpiente del Árbol
de la Ciencia
del Bien y del Mal, la palabra precisa, la palabra unívoca en su dualidad,
es una palabra juzgadora, opresora. Una palabra que limita, constriñe, ahoga
hasta la muerte a todo lo existente. Pero la imagen puede tener un sentido
poético y metafórico, ya que la poesía es ese lugar, ese espacio vibrante y
sonoro, en el que la
Palabra Caída puede volver a hacerse adámica y paradisíaca.
Para los
cabalistas, el "Mal" y el
"Bien" del Arbol de la Ciencia del Bien y del Mal
son Uno, son los dos polos de la
misma realidad. Pero lo asombroso es que el "Mal‑(Ve-Ra en hebreo)",
contiene la palabra "Luz‑(Ra en hebreo)", viniendo a
significar "No‑Luz". Y es
que a nivel de la Creación,
la Luz, no puede ser mantenida, en el equilibrio que
representa un ser vivo, más que en la tensión que existe entre estas dos
realidades que no son más que una. Y nadie podrá dominar la antinomia, mientras
no haya pasado por la experiencia vivida de un ir más allá, en una realización metafórica de sí mismo, en esa marcha
hacia el núcleo de si mismo, núcleo que liga los dos polos antinómicos.
¿Qué es la
metáfora?
‑ “META”........
"más allá"
. . . "llevar más allá"
‑ “FERO”
........ "llevar"
En la
metáfora llevamos más allá el
significado de los elementos concretos, las palabras, que hemos empleado en su
construcción. Llevamos más allá de lo sensible y lo mundano a lo que esas
palabras hacen referencia. Pero al hacer esto, traemos ese más allá más cerca de nosotros. Y este malabarismo, este juego de
magia que trastorna al común de los mortales, se hace posible porque la
metáfora saca de su marco habitual los materiales con los que se construye así
misma. Y allí, en su íntima realidad metafórica, los cuestiona de tal manera,
en lo que suponemos que era su estado de ser convencional que, por un segundo,
los vuelven traslúcidos, como inexistentes a la realidad de acá. Y gracias a esa fascinación, a ese juego malabar, nos es
permitido ver, como por un catalejo inexistente, la posibilidad de una
infinitud de unidad. Luego, de este estremecimiento que es la metáfora, queda,
venido de un más allá imposible, en
el más acá, un vestigio cristalizado
al que a veces llamamos obra de arte, experiencia numinosa, inspiración,
iluminación.
He aquí uno
de esos vestigios, una de esas cristalizaciones del Espíritu, una de esas obras
de arte: he aquí una metáfora. Es un poema y está preñado de esperanzas
luminosas. Se llama:
La Máquina
No es un dragón
ni un juguete, Marta.
Es un regalo religioso,
el último regalo del
Señor.
Para que no te pierdas
demasiado
en el trajín de la
casa;
para que no digas ya
más,
"es primero la
obligación que la devoción",
y para que no te
distraigas en el templo
pensando en el horno,
en la rueca
y en el esclavo
perezoso.
León Felipe
Aquí la
metáfora nos lleva más allá de la
realidad mundana expresada por el "trajín
de la casa", el "horno",
la "rueca" y el "esclavo perezoso". Y cuando ese ir más allá de la realidad mundana se
produce, nos es posible ver que eso de lo que tanto abominan algunos, y se
suele abominar de lo que no se comprende, la Máquina,
es "un regalo religioso".
Que la máquina no es un dragón, ni es un juguete; sino que es algo que, por esa
cristalización metafórica, está llena de Espíritu. Y por este hecho mismo, la
antinomia "luz ‑ no luz",
queda resuelta; y lo que para muchas conciencias es abominación, se convierte
en un regalo religioso, en un regalo del Señor, el último que Dios le hace al
hombre para que de una vez por todas se deje de excusas que le lleven a eludir su
auténtica obligación, la necesidad de buscar su sortija.
Producida
la pérdida, la separación de lo esencial, el deseo (lo femenino en el contexto
del símbolo), ese sentimiento esencial en el corazón del hombre, le ha llevado
a desviarse de su meta ontológica y a desposar un fin existencial. La dualidad,
la pareja, la antinomia, separada en si misma de su realidad polar, ha seguido
el mismo camino y se ha desviado de su ruta, la vuelta al Uno, porque ha
querido realizar la experiencia de las apariencias. Pero de esta elección, el mito
resalta el castigo jurídico y las leyes nos informan a este respecto de ese
aspecto ontológico oculto en el corazón humano: "tu deseo te llevara a tu esposo y el dominara sobre ti" (Génesis.
III, 16). Esta maldición, interpretada al pie de la letra por el hombre dormido,
se ha convertido, en la práctica social, influenciada por un fuerte control de
la tradición religiosa en occidente, en un código de ética social de lo más
aberrante. Pero esta sentencia, llevada al plano ontológico, llevada más allá por la magia metafórica,
significa: "Humanidad, aquello que
sea objeto de tu deseo, cualquier idea con la cual te desposes, cualquier valor
con el cual establezcas alianza, todo ello, te dominará." Este dominio de lo no esencial,
constituye una forma de esclavitud, constituye la pérdida de esa piedra
luminosa que engarza nuestra sortija. Ya el Buda comprendió este deseo como el
germen del mal de la
Humanidad. Y Jesús, como Adán, avisado de las leyes
ontológicas, y resistiendo a la tentación de comer del fruto, señalaba que la
Oración solamente debería ser: "Qué tu voluntad sea hecha". Adán, deseando a la Creación y no más al
Creador, da a esta creación entera poder sobre él. Y en lo sucesivo, los dos
polos de la dualidad, que en el origen realizaban la Obra en común, se ignoran el
uno al otro. "Tov ‑ Bien"
y "Vera - Mal" han roto la
tensión dinámica que les permitía realizar su obra conjuntamente, dando origen,
en la separación, a la aparición del Mal
como realidad existencial.
La realidad
metafórica es la realidad del Espíritus operando, mostrándose a través de la
súbita ausencia de materialización; ausencia que se produjo en un punto de la
existencia cuando algo se desplazó
por la magia de la metáfora. Y en este sentido, nosotros, el hombre, la Palabra Perdida, somos metáfora. Y lo somos,
porque hemos sido llevados más allá;
es decir, traídos más acá.
La
metáfora, con su artilugio mágico, recurre a la semejanza. Y ser semejanza, es
ser algo que no se es en totalidad, que sólo se es como reflejo de aquello a lo
que nos asemejamos. Así que, por ello, somos imagen y semejanza de Dios, es decir, del Espíritu; somos su
metáfora, su sentido y esencia desplazados más
acá, su imagen especular. Y si el hombre como metáfora es el enunciado de
algo no presente, ausente, la comprensión de que somos nuncios, enviados, señales de una Ausencia, debería movernos a
llevar una vida acorde con lo que somos; una vida metafórica, una vida que
sirva, como señal visible en el más acá,
como imagen de un Misterio, de una Ausencia.
¿Qué hacer
para llevar una vida metafórica?
Nadie
parece saberlo. No entendemos esa Ausencia de la cual somos imagen, esa Señal
de algo que nosotros mismos anunciamos. Entonces queremos que alguien nos
traduzca la metáfora, que alguien nos explique lo que es esa señal, y que lo
haga en un lenguaje claro, conciso, preciso.
Para Adán,
la ausencia de Dios era algo infinitamente lejano y a la vez infinitamente
próximo. Hacer de tal lejanía una proximidad es captar la vida metafórica. No
creer que lo más lejano es a la vez lo más próximo, fue comer de la manzana y
creer que el hombre era real en su reflejo. Llevar una vida metafórica es
aceptar que nuestra existencia es algo misterioso donde, ese amor que nos
conmueve, esa desdicha que nos estremece, ese encuentro en apariencia fortuito
con alguien no esperado, o que estaba lejano, esa pobreza o esa riqueza que de
improviso nos ofrece la fortuna, significan otra
cosa, además de lo que suponemos que significan en la pretendida precisión
de nuestro lenguaje caído. Es ver que ese otro significado escenificado en
nuestra realidad cotidiana por el acontecer de cada día, compone otra figura:
la figura de nuestro destino.
Es lo
ultramundano de nuestra vida, aquello que nos duplica, lo que señala que esos
aconteceres han sido traídos acá y
presentados a nosotros mismos como signos, como señales de un lenguaje cuyo
código nos es desconocido. Es entonces cuando pedimos que nos traduzcan las
señales, creyendo que así adecuaremos la visión a nuestra realidad de acá en la
que el destino juega con nosotros.
¿Qué es
traducir? Dice el Diccionario que es "verter
una lengua en otra".
‑ “TRANS” .... "al otro lado"
.
"llevar al otro lado"
‑ “DUCCO”
.... "llevar"
Toda
traducción no es otra cosa que una metáfora. Nuestra pretensión de un lenguaje
preciso, que nos explique la imagen, es imposible. La sortija sigue perdida. Las estrellas
huyen y nos dan la espalda. Y la metáfora, el hombre caído, la señal, la imagen
y semejanza del Misterio, es el artilugio que nos permite disolvernos de nuevo
en el blanco de la página, de donde surgió y tomó realidad por un breve
instante.
Nada
distinto es la vida. Un abismo separado por dos montañas sobre las que tiende
un puente ese solitario vuelo de la fe, de la metáfora. Por ello también, todos
los caminos conducen, aunque todo depende de como vuele sobre ellos el que los
recorre. Pero tiene que recorrerlos con aquello que él es: la Palabra. Ella misma
es la promesa con la que el hombre debe realizar la traducción de su vida.
¿Cómo
solucionar este problema de la traducción en el lenguaje caído? Por la
metáfora, por la consideración del blanco que hay entre los trazos negros de la
escritura. En ese blanco se sitúa la expresión del acto, ese por el cual los
justos serán reconocidos. El acto saca hacia afuera, acerca más acá, comunica, cristaliza, ese
mensaje del que la palabra es portadora.
Dice Mario
Satz en su "Poética de la Cábala", que entre
el silencio del pensamiento y el sonido de la palabra, está la garganta; y que
allí se encuentra el núcleo del sonido mágico, el grano generador, pero que aún
no se ha hecho palabra. El aire callado ha de pasar por la puerta del conocimiento, las cuerdas vocales; puerta de la que la
palabra es la llave, puerta que da paso al acto. Esa puerta es también la
puerta de la conciencia. Por ello, los actos por los cuales los justos deben
ser reconocidos son actos conscientes, actos misteriosos. Su misterio radica en
que general metáforas de desplazamiento, y como al hombre le aterra este hecho,
no es capaz siquiera de verlos. No los reconoce como tales. No ve sus señales.
León Felipe
decía:
<<... para mí, la poesía
no es más que un sistema luminoso de señales. Hogueras que encendemos aquí
abajo, entre tinieblas..., para que alguien nos vea, para que no nos olviden.
¡Aquí estamos Señor!
Y todo lo que hay en el
mundo es mío para entrar en un poema, para alimentar una fogata. Todo con tal
de que arda y se queme.
Y no vale menos un proverbio...,
un versículo de la
Revelación, que el último slogan de las alcantarillas. Todo
buen combustible es material poético excelente.>>
Y es que
todos los caminos conducen. Conducen al Camino,
porque es uno sólo el Camino, aunque todo depende de como vuele sobre él el
pájaro solitario. El pájaro solitario no es tal porque se aislé de la vida,
sino porque desde el corazón de esa vorágine que es la vida cotidiana, intenta
conseguir esa experiencia interior de soledad que, asumida, arranca el miedo
del corazón y nos permite Ser. El pájaro solitario es tal, porque accede, sin
ayuda de nadie, a la realidad de su propia divinidad; porque en el fuego de sus
estados mentales y emocionales, descubre las cinco llaves de su condición:
- El pájaro solitario va hacia lo alto.
- El pájaro solitario no sufre compañía, aunque sea de su propia naturaleza.
- El pájaro solitario pone su pico al aire.
- El pájaro solitario no tiene determinado color.
- El pájaro solitario canta suavemente.
Ir hacia lo alto es situarse en una condición
más alta en la Escala
del Ser. Más allá de la tristeza, más allá de la alegría, más allá del miedo y
de la angustia de perder lo que consideramos lo nuestro y que nos ancla a la tierra. Ir a lo alto es romper las
cadenas con las que nuestra percepción de la realidad nos mantiene presos.
"Ver" que nuestra persona
sólo es un foco por el que se proyecta la Luz de la Vida, pero que ella no es la Luz.
Perder esta visión, puede llevarnos a extrañas experiencias.
D. Juan, el indio yaqui maestro de C. Castaneda, recomendaba "no enfocar la atención en nada material,
sino enfocarla más bien hacia el espíritu en el verdadero vuelo a lo desconocido." No otra cosa decía el Maestro
Jesús cuando nos instaba a buscar primero el Reino de los Cielos y su Justicia,
porque lo demás nos sería dado por añadidura.
Para
cumplir ese objetivo el pájaro solitario no
debe sufrir compañía, ni siquiera la de su propia condición. La
identificación emocional con los seres y las cosas que nos acompañan en la
vida, implica sufrimiento. Esto ya nos lo dijo Buda. Solitario quiere decir
desapegado: desapegado de los sufrimientos, de los sentimientos, de las
emociones, de los pensamientos, de todo cuanto nos rodea, de todo lo que debe
ser consumido en el fuego devorador, de todo lo que constituye el combustible
de la Luz, para
que nuestra alma recobre su libertad; aunque, desapegado, no quiere decir que
no puedan expresarse esas cosas. El pájaro solitario no carga con los
sufrimientos que no necesita y los que necesita para su aprendizaje los
transmuta en Amor. No presta atención a las simpatías o antipatías personales,
ni a los prejuicios. Se muestra firme en su soledad. Aunque puede parecer frío
e indiferente, lleva siempre una mano extendida en la oscuridad para todos
aquellos con quiénes entra en contacto: una mano llena de Amor. Trabaja en el
mundo de los hombres, pero, "habiendo
abandonado a su padre y a su madre",
"habiendo vendido todo lo que poseía",
al decir de la parábola, sólo escucha esa voz interior que le llama desde ese
lugar más alto en el interior de sí mismo. Y desde ese lugar, camina, ama,
consuela y sirve. Nada le aferra. No sufre la compañía de esos seres que,
incapaces de enfrentar su sufrimiento, tratan de arrastrarle y chantajearle
emocionalmente para que sufra por ellos. El sabe que nada necesita, porque la Luz ayuda a quiénes se
convierten en Luz. Y así, cultivando esa actitud personal de desapego,
siguiendo el impulso y la motivación de su Ser de ir hacia lo alto sin
abandonar lo bajo, terminará un día por cortar las raíces que le mantienen
anclado a la tierra.
Recuerdo un
poema de Miguel Hernández en el que pregunta a las cosas y a los seres respuestas
imposible: les pregunta cuando serán libres de aquello que los mantiene
sujetos.
El Silbo de las ligaduras
¿Cuándo cortarás,
yegua,
el rigor de las
riendas?
¿Cuando, pájaro pinto,
a picotazo limpio
romperás tiranías
de jaulas y de ligas,
que te hacen imposibles
los vuelos más insignes
y el árbol más oculto
para el amor más puro?
¿Cuándo serás, cometa,
para función de
estrella,
libre por fin del hilo
cruel de otro albedrío?
¿Cuándo dejarás, árbol,
de sostener, buey manso,
el yugo que te imponen
climas, raíces,
hombres,
para crecer atento
solo al silbo del
cielo?
¿Cuándo, pájaro, yegua,
cuándo, cuándo, cometa;
di, cuándo, cuándo,
árbol?
Cuando mi cuerpo vague
asunto ya del aire.
M. Hernández
La
respuesta que da el poeta a las imposibles preguntas, contiene la clave de
nuestra liberación. "Cuando mi
cuerpo vague asunto ya del aire". El milagro de la libertad de las
cosas, depende del milagro de nuestra libertad. De ese momento en que mi cuerpo‑persona sea ya sólo asunto del aire: ese lugar más elevado y sutil
desde el que vuela y desde el que pone
su pico al aire, para recibir ese otro alimento que viene de arriba, de ese
lugar más alto. El alimento del alma, un alimento que nos transmuta y rompe
nuestras cadenas, que nos libera. Y al hacerlo, las cosas en nosotros, recobran
su libertad.
El desapego
es esa sabiduría a la que se accede por el consumo de ese alimento que viene de
lo alto. También nos cambia "la color" y nos viste de
blanco. Ese color que no es ningún color porque los contiene todos.
La metáfora
del vuelo nos señala la manera de alcanzar nuestro origen divino. Pero si
nuestro vuelo es pesado, porque arrastramos a lo que nos aferramos; o si
nuestro vuelo es un espejismo, porque nuestras alas son de cera, como las de Ícaro,
nunca llegaremos ante ese "Mi Padre
que está en los Cielos". El pájaro solitario ha de perder sus colores
diferenciadores y desnudarse de lo que su "vestido de carne" representa para el mundo, ha de adquirir ese
único color que es de nuestra verdadera filiación divina: el color de la Luz.
Y allí,
allegados al Gran Mar, allí donde todos los ríos son iguales, el pájaro
solitario canta suavemente. El canto
es el sonido de la palabra transmutada, armonizada por las leyes divinas del
amor y la armonía. Ese canto ya no hiere, no es la espada de la palabra que
corta y separa; es inofensivo, como las alas de los pájaros. Esas alas de los
pájaros que navegan las palabras que se derraman por un campo vacío, y que
pasan rozando la frente como una oración. Una oración inacabada.
<<Pero lo importante ‑sigue
diciendo León Felipe‑, es que ese fuego que lo conmueve todo por igual ‑lo que
viene del viento y lo que está en mis entrañas ‑, ese fuego que lo enciende,
que lo funde, que lo organiza todo, es una arquitectura luminosa, es un guiño
flamígero bajo las estrellas impasibles.
Y que no diga ya nadie:
está fórmula es vieja y vernácula, y aquella otra nueva y extranjera, porque no
ha habido nunca más que una sola fórmula para componer un poema: la fórmula de
Prometeo.>>
Robar el
fuego sagrado para encender el combustible de las palabras con las que
alimentar la fogata en la que arderá todo cuanto hay en nosotros, procedente de
nuestro dentro y de nuestro fuera, es nuestro objetivo. Dentro de nosotros,
como cuenta una leyenda hindú, los dioses escondieron una chispa de ese fuego
sagrado robado por Prometeo. Conectar ambas cosas: la chispa del fuego sagrado y el combustible,
es nuestro trabajo humano, nuestro trabajo poético y metafórico para que la esencia de lo que somos, y somos la Palabra, sea llevada más allá y, convertida en Luz, ilumine
el más acá de nuestra realidad
humana.
<<Hay poetas ‑sigue diciendo el poeta‑, que
trabajan con las palabra solamente, como los lapidarios;
otros, trabajan con la
metáfora, como los joyeros que cambian las piedras de lugar;
otros empalman y
enciman los ladrillos con una musiquilla monótona e interminable de romance;
otros se valen de la
escuadra y el compás, como los geómetras impasible que miden los ángulos y la
temperatura del tabernáculo;
otros trabajan con el
símbolo y con la fábula, como los estofadores y los que emploman los vidrios de
los grandes ventanales;
algunos, muy
entendidos, son maestros en el arabesco, en el jeroglífico, en la alegoría,
como los tejedores sagrados y los criptógrafos, que dejan sus secretos en las
cenefas de las casullas y en los frisos de los cenotafios;
otros trabajan con la
arcilla blanda de su ejido solamente, como el alfarero municipal;
otros cavan en las
profundidades del subterráneo donde hay que apoyar un día los cimientos, como
los tejones y los topos;
otros, se afanan más
arriba, cerca del cielo, en la cornisa de los campanarios, como las cigüeñas y
las golondrinas...
Pero el poeta prometéico
trabaja con la sangre, donde van disueltos los esfuerzos de todos los poetas
especializados.
Y a todos estos
artífices humildes, cuyo nombre se llevará un día el Viento, el Poeta
Prometéico, les agradece todo lo que le han traído, para edificar el templo
verdadero y levantar la torre donde se ha de colocar mañana el pabellón rojo
del hombre.>>
León
Felipe
A lo largo de nuestras existencias, hemos ido siendo uno u otro de esos trabajadores poéticos especializados. Pero debe llegar un momento, en alguna vida, en el que tengamos que encender una gran pira con todo ese material y, como el Poeta Prometéico, construyamos la Gran Metáfora de nuestra transmutación. Así, todo lo que hemos sido y todos los sueños de lo que pudimos ser y no fuimos, será consumido y transmutado en Luz. Entonces, como un nuevo Adán, rescataremos al viejo, al que sólo era una metáfora del Paraíso.
(Continua)
No hay comentarios:
Publicar un comentario