lunes, 10 de junio de 2013

Soledad y Libertad 02


(Continuación)



  Capítulo Primero

El Hombre como Metáfora
Si la Literatura es un arte, el arte de la palabra; si la Tradición dice que el Universo es un libro; y si la Sabiduría añade que "todo libro encierra el Universo", es evidente que todo libro está ahí para leerlo, para descifrar su sentido, su existencia, su mensaje.
(...)


Leer un libro es una experiencia a la que pocos acceden en su significado más profundo. La experiencia de comprender, la experiencia de pasar al otro lado de las palabras escritas, hasta encontrarse con otro ser humano: unos ojos que te miran, una conciencia que te habla, un corazón que quiere conectarse contigo desde el otro lado de las páginas. En los libros aprendí que, encerrados en la materialidad de sus formas, había seres humanos intentando comunicar, a los que quisieran acercarse a ellos, sus sentimientos, sus ideas, su sabiduría. Y entendí que un libro es la flor más hermosa, el fruto más maduro y eterno que puede dejar un ser humano tras su paso por la vida. Un libro es un ser vivo que ama y aborrece, que se entrega o se resiste, según sea tu amor o tu desprecio por él. Si se le trata con amor, él revela sus secretos: ideas, pensamientos, experiencias, fantasías, sueños, visiones y paisajes del alma humana. Y una vez comprendidas por la conciencia, pueden ser aquellas que sirvan al caminar particular de cada lector, una vez practicadas en el diario vivir. Porque es esta práctica la que abre la puerta a los mundos internos del alma, mundos llenos de dimensiones inimaginables.
Un libro es hijo del papel y de la tinta, la luz y la sombra creadoras, fecundados por el amor de un corazón pensante que puso allí palabras con sentido y significado. La negrura de la tinta es el vehículo que expresa el sentir de un corazón y la claridad y sabiduría de una inteligencia. Todo un acto de creación. Así debió salir el Cosmos del Caos. En el otro extremo de la distancia, la lectura involucra otro proceso, otro pensar y sentir que se acerca a abrazar al hermano desconocido del que sólo ves su jardín. Un jardín de palabras, flores e ideas, perfumes y sentimientos, paisajes y colores pensados.
Muchos desprecian los libros, o no los aman lo suficiente. Y el perfume que contienen permanece encerrado en ellos. Y es que leer, el proceso de aprender a leer, requiere de aquello que más nos cuesta dar, nuestro tiempo, nuestra dedicación, nuestro esfuerzo, además de paciencia y práctica. Leer no es articular sonidos representados gráficamente. Leer es comprender. Un acto mágico de la conciencia que abre las puertas de lo maravilloso, cuando el amor se involucra en el proceso.
El libro también tiene enemigos. Uno de los más peligrosos es ese enemigo de la inteligencia, tal vez porque no ha logrado comprender, que esgrime la idea de que la verdad no está en los libros. ¡La Verdad! ¿Qué verdad? ¿No se tratará de suprimir a la inteligencia porque esta es discernidora de la Verdad? Porque se necesita de la Inteligencia y de su hermana la Sabiduría para poner en las páginas de un libro las palabras llenas de significado en las que se soportan los pensamientos, los sentimientos, los sueños, las ideas esenciales del alma humana.
Leer no es fácil. Requiere de método, de disciplina. Pero sobre todo, requiere de una consideración: la consideración de que el trazo negro de cada palabra impresa en el libro, se nos hace inteligible, gracias al blanco de la página en la que se escribe o inscribe ese trazo. Ese blanco del que la palabra brota y en el que, cuando su tiempo se cumpla, acabará por desaparecer. Ese blanco que es símbolo del Océano Primordial, principio y fin de toda criatura, es del que surge la Palabra. En él se encuentra también lo fundamental de toda escritura, pues constituye la otra mitad de ese círculo de misterio que envuelve nuestra existencia. Por ello, cualquier escritura puede tener mayor o menor calidad, en la medida en que transmite ese Misterio, ese Silencio que ella, la Palabra, no es.
Cada escritura exige de nosotros y permite un tipo de lectura diferente. Cuando la palabra es portadora de misterio, cuando es parabólica o metafórica, nos demanda una lectura lenta, una lectura que exige ser interrumpida frecuentemente para meditar, para tratar de absorber lo inconmensurable. Nos pide que consideremos, en la meditación, el blanco de la hoja. Y esto es así porque esta palabra portadora de misterio es siempre una metáfora. Y la Tradición dice que toda palabra metafórica es sagrada.
Atribuir el calificativo de sagrada a una palabra, quiere significar que ella abarca, o puede abarcar, según se la use, más o menos mundo, más o menos realidad, que lo que se ha convenido que abarca. Cuando alguien dice: "el rey marchó a su casa", es evidente que casa sustituye a castillo, porque hemos dado en convenir que los reyes vivían en los castillos y en los palacios. Aquí la metáfora reduce la realidad del significado. En cambio, cuando digo de alguien que "es mi casa" (mi refugio), casa está sustituyendo a un ser humano, con lo que su significado se amplifica. Este extraño fenómeno a que da lugar la metáfora, ha inquietado siempre a los hombres. Estos no logran entender muy bien que aquello que les hace humanos, aquello que les muestra su realidad, la palabra, sea algo tan impreciso, tan difuso. Tal vez por ello, el hombre tuvo que inventar los lenguajes matemáticos. Ya Aristóteles le reprochaba a Platón el uso que este hacía de la metáfora, pues decía que "todo lo que se expresa por metáforas, es oscuro".
Al hombre le asusta la oscuridad. Le asusta lo impreciso. Quiere que el Pan, sea pan y el Vino, vino. No entiende que el pan y el vino puedan ser también carne y sangre. Es como si el hombre, Adán, al comer del Árbol de la Ciencia, hubiera dado con ello origen al lenguaje de la palabra precisa, de la palabra de un solo significado, de la palabra utilitaria. Y tal vez por ello, el hombre caído, no ha entendido todavía esa metáfora con la que fue expulsado del Paraíso: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente".
El hombre ha entendido que esta admonición hacía referencia a un trabajo físico, porque en su significación única y literal, la única realidad es física y, ganar el pan físico, requiere de trabajo. Pero el "Pan" que hay que ganar, es el pan del que hablan las Escrituras, el alimento espiritual que permite al hombre acceder a un lugar más alto y a la vez más profundo en sí mismo. Ese pan ha de ser ganado con el "sudor de la frente", es decir, con la secreción del pensamiento, con la elaboración de nuevas ideas, de ideas metafóricas, que nos permitan acceder al Reino de los Cielos. Otra impresionante metáfora.
La poesía es el lenguaje que usa la metáfora como forma de expresión, es sencilla y humilde cuando realiza ese gesto osado de captar la multivocidad de cada palabra, la imprecisión del misterio humano. La Poesía sabe que esa precisión con la que el científico, el antropólogo, el médico, el psicólogo, el sociólogo, el historiador y el hombre de la calle quieren definir al hombre, no sólo es imposible, sino que ese lenguaje utilitario y preciso solo sirve para recordarnos, como un eco, que alguna vez, allá en el Paraíso, nosotros éramos una metáfora, nosotros éramos ángeles.
La poesía, al usar la metáfora, no se detiene en la aceptación de que casa signifique casa, sino que pretende ir más allá, buscar una salida, encontrar una puerta por donde la ambigüedad se resuelva, y dice de pronto: "El Sol, Capitán redondo".
La realidad se ha duplicado. El Sol cobra la esencia del capitán, y el capitán la del sol. Allí donde el lenguaje preciso, por insistir en la Ciencia del Árbol, desmembra, separa el bien del mal, lo alto de lo bajo, el yo del tu, el Sol del Capitán, la metáfora reúne lo aparentemente disperso. Restaura la unidad, nos devuelve al estado paradisíaco anterior a la Caída. La metáfora resuelve esa paradoja que es la vida y nos enseña cual es su misión, su finalidad: nos dice que ella está ahí para que con su uso, llevando una vida metafórica, derribemos las barreras racionales levantadas por el lenguaje preciso y utilitario.
Alguien dijo una vez que la operación de la metáfora era una operación de fe. Porque se necesita fe para creer que el Sol es un Capitán; o que alguien, una criatura humana, pueda ser mi casa. Nada se puede demostrar en el territorio de la metáfora. Ella misma es su propia realidad. Se muestra así misma y eso es todo. De ahí que la fe sea ese espacio de nuestra realidad interior en las que las cosas han sido mostradas y aceptadas. Aunque la fe y su ausencia es un misterio cuya ausencia nos impide ver lo.
"Los ojos de una estrella".
Huyen. Se ve que huyen
vueltas de espaldas a la tierra.
Nosotros no hemos visto todavía
los ojos de una estrella.
Para buscar lo que buscamos
(¿dónde está mi sortija?)
una cerilla es buena,
y la luz del gas,
y la maravillosa luz eléctrica..
Nosotros no hemos visto todavía
los ojos de una estrella.
León Felipe
"Huyen". Se ve. De espaldas. Dar la espalda es huir. No hemos visto los ojos de una estrella porque nos dan la espalda. Y lo hacen, el huir de nosotros, porque buscamos algo en un lugar equivocado. ¿Qué buscamos? ¿Dónde está mi sortija? La sortija es de oro, símbolo de totalidad y a la vez de unión, de perfección. Pero también es un símbolo de paso. Las sortijas suelen llevar una piedra; y la piedra es el símbolo del hombre caído: el hombre es una piedra bruta que se ha de transformar en piedra preciosa  y adornar el centro de la sortija.
Hemos perdido la sortija. Nos hemos perdido a nosotros mismos. Hemos perdido nuestra realidad, esa realidad que somos: el hombre, lo humano. Hemos perdido nuestra totalidad, el círculo, el anillo, la sortija, y nuestra Luz, la piedra preciosa y luminosa. Hemos perdido el camino que nos lleva al centro de nosotros mismos y del que nos separamos al perdernos.
Y como la sortija está perdida, las estrellas nos dan la espalda, huyen. Huyen de nosotros porque somos una especie de monstruos ciegos, porque ya no somos una de ellas, porque ya no somos chispas de luz, porque aún no somos Soles. Ahora, solo somos una constelación de planetas ciegos, perdidos, sin centro, peleándose unos con otros, porque no se ven, porque no se reconocen así mismos, porque no reconocen lo idéntico de su realidad a causa de la ausencia de luz. Y de pronto alguien pregunta:
  • ¿Dónde está mi sortija?
  • ¿Dónde estoy yo?
  • ¿Dónde está el Sol que soy?
  • ¿Dónde está la Divinidad con la que nací?
Y nos hemos puesto todos como desesperados a buscar. Pero seguimos ciegos, seguimos sin ver. ¿Buscamos bien? ¿Buscamos con el instrumento adecuado? ¿Un instrumento para "ver"? Buscamos con herramientas, despanzurramos las cosas tratando de verlas por dentro y decimos que allí no hay nada.
‑ ¿Dónde coño está mi sortija? -Gritamos enfebrecidos.
Nadie se acuerda de la LUZ. Porque vale cualquier luz: "la luz de una cerilla", "la luz del gas", "la maravillosa luz eléctrica"... ¡Si, maravillosa! Alguien se ha preguntado alguna vez lo que ha significado para la expansión de la conciencia del hombre la luz eléctrica? ¡Cuántas sombras quedaron de pronto iluminadas! ¡Cuántos terrores desaparecieron de repente! ¡Cuántas supersticiones, ignorancias, tabúes..., se fueron para siempre al desaparecer las sombras con la llegada de la luz eléctrica, de la maravillosa luz eléctrica. Ella alejó la "noche", las "sombras", la oscuridad, en forma real y perceptible. Y no solo de nuestro entorno físico, sino que, cumpliendo el axioma hermético de que lo que es arriba es como lo de abajo, de que lo que es fuera es dentro, también lo fue en la conciencia del hombre.
Ella, la Luz, nos acerca un poco más al Sol. Ahora tenemos incluso la luz láser, el propio Sol domesticado. Tal vez por ello, pronto, seremos Sol, pronto podremos ver de nuevo los ojos de una estrella; porque ya casi empezamos a saber que somos esa estrella.
¡Y sólo necesitamos luz! Cualquier luz es buena, dice la metáfora, porque la luz llama a la Luz. "Si en mis ojos no hubiera sol, yo no vería el sol", decían los egipcios. Y es así, con luz, como la piedra que somos, llegada a su centro, el centro de la sortija, nuestra Totalidad, se hace piedra preciosa, es decir, luminosa, dadora de luz. Se hace ella misma Luz.
Cuando tal milagro ocurra, las estrellas ya no nos darán la espalda, ya no huirán de nosotros porque nos reconocerán como a uno de ellas, y veremos nuestros ojos verdaderos al mirar, de frente, el reflejo de los nuestros en los suyos.
El poema de León Felipe, en sí, entero, tomado a peso, es la metáfora: una pura y simple paradoja, en la que la unidad perdida puede ser restablecida.
Una tradición islámica dice que Adán hablaba en verso en el Paraíso. La imagen puede tener muchos sentidos: unos afectan al habla, pues el estigma de la Caída se manifiesta en las palabras. Aunque quedan vestigios del lenguaje anterior, sobre todo en la mirada y en la caricia, cuando en ellos está el amor unificador. Porque la palabra que nos legó la serpiente del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, la palabra precisa, la palabra unívoca en su dualidad, es una palabra juzgadora, opresora. Una palabra que limita, constriñe, ahoga hasta la muerte a todo lo existente. Pero la imagen puede tener un sentido poético y metafórico, ya que la poesía es ese lugar, ese espacio vibrante y sonoro, en el que la Palabra Caída puede volver a hacerse adámica y paradisíaca.
Para los cabalistas, el "Mal" y el "Bien" del Arbol de la Ciencia del Bien y del Mal son Uno, son los dos polos de la misma realidad. Pero lo asombroso es que el "Mal‑(Ve-Ra en hebreo)", contiene la palabra "Luz‑(Ra en hebreo)", viniendo a significar "No‑Luz". Y es que a nivel de la Creación, la Luz, no puede ser mantenida, en el equilibrio que representa un ser vivo, más que en la tensión que existe entre estas dos realidades que no son más que una. Y nadie podrá dominar la antinomia, mientras no haya pasado por la experiencia vivida de un ir más allá, en una realización metafórica de sí mismo, en esa marcha hacia el núcleo de si mismo, núcleo que liga los dos polos antinómicos.
¿Qué es la metáfora?
‑ “META”........ "más allá"
                                             . . . "llevar más allá"
‑ “FERO” ........ "llevar"
En la metáfora llevamos más allá el significado de los elementos concretos, las palabras, que hemos empleado en su construcción. Llevamos más allá  de lo sensible y lo mundano a lo que esas palabras hacen referencia. Pero al hacer esto, traemos ese más allá más cerca de nosotros. Y este malabarismo, este juego de magia que trastorna al común de los mortales, se hace posible porque la metáfora saca de su marco habitual los materiales con los que se construye así misma. Y allí, en su íntima realidad metafórica, los cuestiona de tal manera, en lo que suponemos que era su estado de ser convencional que, por un segundo, los vuelven traslúcidos, como inexistentes a la realidad de acá. Y gracias a esa fascinación, a ese juego malabar, nos es permitido ver, como por un catalejo inexistente, la posibilidad de una infinitud de unidad. Luego, de este estremecimiento que es la metáfora, queda, venido de un más allá imposible, en el más acá, un vestigio cristalizado al que a veces llamamos obra de arte, experiencia numinosa, inspiración, iluminación.
He aquí uno de esos vestigios, una de esas cristalizaciones del Espíritu, una de esas obras de arte: he aquí una metáfora. Es un poema y está preñado de esperanzas luminosas. Se llama:
La  Máquina
 No es un dragón
ni un juguete, Marta.
Es un regalo religioso,
el último regalo del Señor.
Para que no te pierdas demasiado
en el trajín de la casa;
para que no digas ya más,
"es primero la obligación que la devoción",
y para que no te distraigas en el templo
pensando en el horno, en la rueca
y en el esclavo perezoso.
León Felipe
Aquí la metáfora nos lleva más allá de la realidad mundana expresada por el "trajín de la casa", el "horno", la "rueca" y el "esclavo perezoso". Y cuando ese ir más allá de la realidad mundana se produce, nos es posible ver que eso de lo que tanto abominan algunos, y se suele abominar de lo que no se comprende, la Máquina, es "un regalo religioso". Que la máquina no es un dragón, ni es un juguete; sino que es algo que, por esa cristalización metafórica, está llena de Espíritu. Y por este hecho mismo, la antinomia "luz ‑ no luz", queda resuelta; y lo que para muchas conciencias es abominación, se convierte en un regalo religioso, en un regalo del Señor, el último que Dios le hace al hombre para que de una vez por todas se deje de excusas que le lleven a eludir su auténtica obligación, la necesidad de buscar su sortija.
Producida la pérdida, la separación de lo esencial, el deseo (lo femenino en el contexto del símbolo), ese sentimiento esencial en el corazón del hombre, le ha llevado a desviarse de su meta ontológica y a desposar un fin existencial. La dualidad, la pareja, la antinomia, separada en si misma de su realidad polar, ha seguido el mismo camino y se ha desviado de su ruta, la vuelta al Uno, porque ha querido realizar la experiencia de las apariencias. Pero de esta elección, el mito resalta el castigo jurídico y las leyes nos informan a este respecto de ese aspecto ontológico oculto en el corazón humano: "tu deseo te llevara a tu esposo y el dominara sobre ti" (Génesis. III, 16). Esta maldición, interpretada al pie de la letra por el hombre dormido, se ha convertido, en la práctica social, influenciada por un fuerte control de la tradición religiosa en occidente, en un código de ética social de lo más aberrante. Pero esta sentencia, llevada al plano ontológico, llevada más allá por la magia metafórica, significa: "Humanidad, aquello que sea objeto de tu deseo, cualquier idea con la cual te desposes, cualquier valor con el cual establezcas alianza, todo ello, te dominará." Este dominio de lo no esencial, constituye una forma de esclavitud, constituye la pérdida de esa piedra luminosa que engarza nuestra sortija. Ya el Buda comprendió este deseo como el germen del mal de la Humanidad. Y Jesús, como Adán, avisado de las leyes ontológicas, y resistiendo a la tentación de comer del fruto, señalaba que la Oración solamente debería ser: "Qué tu voluntad sea hecha". Adán, deseando a la Creación y no más al Creador, da a esta creación entera poder sobre él. Y en lo sucesivo, los dos polos de la dualidad, que en el origen realizaban la Obra en común, se ignoran el uno al otro. "Tov ‑ Bien" y "Vera - Mal" han roto la tensión dinámica que les permitía realizar su obra conjuntamente, dando origen, en la separación, a la aparición del Mal como realidad existencial.
La realidad metafórica es la realidad del Espíritus operando, mostrándose a través de la súbita ausencia de materialización; ausencia que se produjo en un punto de la existencia cuando algo se desplazó por la magia de la metáfora. Y en este sentido, nosotros, el hombre, la Palabra Perdida, somos metáfora. Y lo somos, porque hemos sido llevados más allá; es decir, traídos más acá.
La metáfora, con su artilugio mágico, recurre a la semejanza. Y ser semejanza, es ser algo que no se es en totalidad, que sólo se es como reflejo de aquello a lo que nos asemejamos. Así que, por ello, somos imagen y semejanza de Dios, es decir, del Espíritu; somos su metáfora, su sentido y esencia desplazados más acá, su imagen especular. Y si el hombre como metáfora es el enunciado de algo no presente, ausente, la comprensión de que somos nuncios, enviados, señales de una Ausencia, debería movernos a llevar una vida acorde con lo que somos; una vida metafórica, una vida que sirva, como señal visible en el más acá, como imagen de un Misterio, de una Ausencia.
¿Qué hacer para llevar una vida metafórica?
Nadie parece saberlo. No entendemos esa Ausencia de la cual somos imagen, esa Señal de algo que nosotros mismos anunciamos. Entonces queremos que alguien nos traduzca la metáfora, que alguien nos explique lo que es esa señal, y que lo haga en un lenguaje claro, conciso, preciso.
Para Adán, la ausencia de Dios era algo infinitamente lejano y a la vez infinitamente próximo. Hacer de tal lejanía una proximidad es captar la vida metafórica. No creer que lo más lejano es a la vez lo más próximo, fue comer de la manzana y creer que el hombre era real en su reflejo. Llevar una vida metafórica es aceptar que nuestra existencia es algo misterioso donde, ese amor que nos conmueve, esa desdicha que nos estremece, ese encuentro en apariencia fortuito con alguien no esperado, o que estaba lejano, esa pobreza o esa riqueza que de improviso nos ofrece la fortuna, significan otra cosa, además de lo que suponemos que significan en la pretendida precisión de nuestro lenguaje caído. Es ver que ese otro significado escenificado en nuestra realidad cotidiana por el acontecer de cada día, compone otra figura: la figura de nuestro destino.
Es lo ultramundano de nuestra vida, aquello que nos duplica, lo que señala que esos aconteceres han sido traídos acá y presentados a nosotros mismos como signos, como señales de un lenguaje cuyo código nos es desconocido. Es entonces cuando pedimos que nos traduzcan las señales, creyendo que así adecuaremos la visión a nuestra realidad de acá en la que el destino juega con nosotros.
¿Qué es traducir? Dice el Diccionario que es "verter una lengua en otra".
‑ “TRANS”  .... "al otro lado"
                                       .  "llevar al otro lado"
‑ “DUCCO”  .... "llevar"
Toda traducción no es otra cosa que una metáfora. Nuestra pretensión de un lenguaje preciso, que nos explique la imagen, es imposible. La sortija sigue perdida. Las estrellas huyen y nos dan la espalda. Y la metáfora, el hombre caído, la señal, la imagen y semejanza del Misterio, es el artilugio que nos permite disolvernos de nuevo en el blanco de la página, de donde surgió y tomó realidad por un breve instante.
Nada distinto es la vida. Un abismo separado por dos montañas sobre las que tiende un puente ese solitario vuelo de la fe, de la metáfora. Por ello también, todos los caminos conducen, aunque todo depende de como vuele sobre ellos el que los recorre. Pero tiene que recorrerlos con aquello que él es: la Palabra. Ella misma es la promesa con la que el hombre debe realizar la traducción de su vida.
¿Cómo solucionar este problema de la traducción en el lenguaje caído? Por la metáfora, por la consideración del blanco que hay entre los trazos negros de la escritura. En ese blanco se sitúa la expresión del acto, ese por el cual los justos serán reconocidos. El acto saca hacia afuera, acerca más acá, comunica, cristaliza, ese mensaje del que la palabra es portadora.
Dice Mario Satz en su "Poética de la Cábala", que entre el silencio del pensamiento y el sonido de la palabra, está la garganta; y que allí se encuentra el núcleo del sonido mágico, el grano generador, pero que aún no se ha hecho palabra. El aire callado ha de pasar por la puerta del conocimiento, las cuerdas vocales; puerta de la que la palabra es la llave, puerta que da paso al acto. Esa puerta es también la puerta de la conciencia. Por ello, los actos por los cuales los justos deben ser reconocidos son actos conscientes, actos misteriosos. Su misterio radica en que general metáforas de desplazamiento, y como al hombre le aterra este hecho, no es capaz siquiera de verlos. No los reconoce como tales. No ve sus señales.
León Felipe decía:
<<... para mí, la poesía no es más que un sistema luminoso de señales. Hogueras que encendemos aquí abajo, entre tinieblas..., para que alguien nos vea, para que no nos olviden. ¡Aquí estamos Señor!
Y todo lo que hay en el mundo es mío para entrar en un poema, para alimentar una fogata. Todo con tal de que arda y se queme.
Y no vale menos un proverbio..., un versículo de la Revelación, que el último slogan de las alcantarillas. Todo buen combustible es material poético excelente.>>
Y es que todos los caminos conducen. Conducen al Camino, porque es uno sólo el Camino, aunque todo depende de como vuele sobre él el pájaro solitario. El pájaro solitario no es tal porque se aislé de la vida, sino porque desde el corazón de esa vorágine que es la vida cotidiana, intenta conseguir esa experiencia interior de soledad que, asumida, arranca el miedo del corazón y nos permite Ser. El pájaro solitario es tal, porque accede, sin ayuda de nadie, a la realidad de su propia divinidad; porque en el fuego de sus estados mentales y emocionales, descubre las cinco llaves de su condición:
  • El pájaro solitario va hacia lo alto.
  • El pájaro solitario no sufre compañía, aunque sea de su propia naturaleza.
  • El pájaro solitario pone su pico al aire.
  • El pájaro solitario no tiene determinado color.
  • El pájaro solitario canta suavemente.
Ir hacia lo alto es situarse en una condición más alta en la Escala del Ser. Más allá de la tristeza, más allá de la alegría, más allá del miedo y de la angustia de perder lo que consideramos lo nuestro y que nos ancla a la tierra. Ir a lo alto es romper las cadenas con las que nuestra percepción de la realidad nos mantiene presos. "Ver" que nuestra persona sólo es un foco por el que se proyecta la Luz de la Vida, pero que ella no es la Luz. Perder esta visión, puede llevarnos a extrañas experiencias. D. Juan, el indio yaqui maestro de C. Castaneda, recomendaba "no enfocar la atención en nada material, sino enfocarla más bien hacia el espíritu en el verdadero vuelo a lo desconocido." No otra cosa decía el Maestro Jesús cuando nos instaba a buscar primero el Reino de los Cielos y su Justicia, porque lo demás nos sería dado por añadidura.
Para cumplir ese objetivo el pájaro solitario no debe sufrir compañía, ni siquiera la de su propia condición. La identificación emocional con los seres y las cosas que nos acompañan en la vida, implica sufrimiento. Esto ya nos lo dijo Buda. Solitario quiere decir desapegado: desapegado de los sufrimientos, de los sentimientos, de las emociones, de los pensamientos, de todo cuanto nos rodea, de todo lo que debe ser consumido en el fuego devorador, de todo lo que constituye el combustible de la Luz, para que nuestra alma recobre su libertad; aunque, desapegado, no quiere decir que no puedan expresarse esas cosas. El pájaro solitario no carga con los sufrimientos que no necesita y los que necesita para su aprendizaje los transmuta en Amor. No presta atención a las simpatías o antipatías personales, ni a los prejuicios. Se muestra firme en su soledad. Aunque puede parecer frío e indiferente, lleva siempre una mano extendida en la oscuridad para todos aquellos con quiénes entra en contacto: una mano llena de Amor. Trabaja en el mundo de los hombres, pero, "habiendo abandonado a su padre y a  su madre", "habiendo vendido todo lo que poseía", al decir de la parábola, sólo escucha esa voz interior que le llama desde ese lugar más alto en el interior de sí mismo. Y desde ese lugar, camina, ama, consuela y sirve. Nada le aferra. No sufre la compañía de esos seres que, incapaces de enfrentar su sufrimiento, tratan de arrastrarle y chantajearle emocionalmente para que sufra por ellos. El sabe que nada necesita, porque la Luz ayuda a quiénes se convierten en Luz. Y así, cultivando esa actitud personal de desapego, siguiendo el impulso y la motivación de su Ser de ir hacia lo alto sin abandonar lo bajo, terminará un día por cortar las raíces que le mantienen anclado a la tierra.
Recuerdo un poema de Miguel Hernández en el que pregunta a las cosas y a los seres respuestas imposible: les pregunta cuando serán libres de aquello que los mantiene sujetos.
El Silbo de las ligaduras
¿Cuándo cortarás, yegua,
el rigor de las riendas?
¿Cuando, pájaro pinto,
a picotazo limpio
romperás tiranías
de jaulas y de ligas,
que te hacen imposibles
los vuelos más insignes
y el árbol más oculto
para el amor más puro?
¿Cuándo serás, cometa,
para función de estrella,
libre por fin del hilo
cruel de otro albedrío?
¿Cuándo dejarás, árbol,
de sostener, buey manso,
el yugo que te imponen
climas, raíces, hombres,
para crecer atento
solo al silbo del cielo?
¿Cuándo, pájaro, yegua,
cuándo, cuándo, cometa;
di, cuándo, cuándo, árbol?
Cuando mi cuerpo vague
asunto ya del aire.
M. Hernández
La respuesta que da el poeta a las imposibles preguntas, contiene la clave de nuestra liberación. "Cuando mi cuerpo vague asunto ya del aire". El milagro de la libertad de las cosas, depende del milagro de nuestra libertad. De ese momento en que mi cuerpo‑persona sea ya sólo asunto del aire: ese lugar más elevado y sutil desde el que vuela y desde el que pone su pico al aire, para recibir ese otro alimento que viene de arriba, de ese lugar más alto. El alimento del alma, un alimento que nos transmuta y rompe nuestras cadenas, que nos libera. Y al hacerlo, las cosas en nosotros, recobran su libertad.
El desapego es esa sabiduría a la que se accede por el consumo de ese alimento que viene de lo alto. También nos cambia "la color" y nos viste de blanco. Ese color que no es ningún color porque los contiene todos.
La metáfora del vuelo nos señala la manera de alcanzar nuestro origen divino. Pero si nuestro vuelo es pesado, porque arrastramos a lo que nos aferramos; o si nuestro vuelo es un espejismo, porque nuestras alas son de cera, como las de Ícaro, nunca llegaremos ante ese "Mi Padre que está en los Cielos". El pájaro solitario ha de perder sus colores diferenciadores y desnudarse de lo que su "vestido de carne" representa para el mundo, ha de adquirir ese único color que es de nuestra verdadera filiación divina: el color de la Luz.
Y allí, allegados al Gran Mar, allí donde todos los ríos son iguales, el pájaro solitario canta suavemente. El canto es el sonido de la palabra transmutada, armonizada por las leyes divinas del amor y la armonía. Ese canto ya no hiere, no es la espada de la palabra que corta y separa; es inofensivo, como las alas de los pájaros. Esas alas de los pájaros que navegan las palabras que se derraman por un campo vacío, y que pasan rozando la frente como una oración. Una oración inacabada.
<<Pero lo importante ‑sigue diciendo León Felipe‑, es que ese fuego que lo conmueve todo por igual ‑lo que viene del viento y lo que está en mis entrañas ‑, ese fuego que lo enciende, que lo funde, que lo organiza todo, es una arquitectura luminosa, es un guiño flamígero bajo las estrellas impasibles.
Y que no diga ya nadie: está fórmula es vieja y vernácula, y aquella otra nueva y extranjera, porque no ha habido nunca más que una sola fórmula para componer un poema: la fórmula de Prometeo.>>
Robar el fuego sagrado para encender el combustible de las palabras con las que alimentar la fogata en la que arderá todo cuanto hay en nosotros, procedente de nuestro dentro y de nuestro fuera, es nuestro objetivo. Dentro de nosotros, como cuenta una leyenda hindú, los dioses escondieron una chispa de ese fuego sagrado robado por Prometeo. Conectar ambas cosas: la chispa del fuego sagrado y el combustible, es nuestro trabajo humano, nuestro trabajo poético y metafórico  para que la esencia de lo que somos, y somos la Palabra, sea llevada más allá y, convertida en Luz, ilumine el más acá de nuestra realidad humana.
<<Hay poetas ‑sigue diciendo el poeta‑, que trabajan con las palabra solamente, como los lapidarios;
otros, trabajan con la metáfora, como los joyeros que cambian las piedras de lugar;
otros empalman y enciman los ladrillos con una musiquilla monótona e interminable de romance;
otros se valen de la escuadra y el compás, como los geómetras impasible que miden los ángulos y la temperatura del tabernáculo;
otros trabajan con el símbolo y con la fábula, como los estofadores y los que emploman los vidrios de los grandes ventanales;
algunos, muy entendidos, son maestros en el arabesco, en el jeroglífico, en la alegoría, como los tejedores sagrados y los criptógrafos, que dejan sus secretos en las cenefas de las casullas y en los frisos de los cenotafios;
otros trabajan con la arcilla blanda de su ejido solamente, como el alfarero municipal;
otros cavan en las profundidades del subterráneo donde hay que apoyar un día los cimientos, como los tejones y los topos;
otros, se afanan más arriba, cerca del cielo, en la cornisa de los campanarios, como las cigüeñas y las golondrinas...
Pero el poeta prometéico trabaja con la sangre, donde van disueltos los esfuerzos de todos los poetas especializados.
Y a todos estos artífices humildes, cuyo nombre se llevará un día el Viento, el Poeta Prometéico, les agradece todo lo que le han traído, para edificar el templo verdadero y levantar la torre donde se ha de colocar mañana el pabellón rojo del hombre.>>
León Felipe
A lo largo de nuestras existencias, hemos ido siendo uno u otro de esos trabajadores poéticos especializados. Pero debe llegar un momento, en alguna vida, en el que tengamos que encender una gran pira con todo ese material y, como el Poeta Prometéico, construyamos la Gran Metáfora de nuestra transmutación. Así, todo lo que hemos sido y todos los sueños de lo que pudimos ser y no fuimos, será consumido y transmutado en Luz. Entonces, como un nuevo Adán, rescataremos al viejo, al que sólo era una metáfora del Paraíso.

(Continua)


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