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López-Seivane, Raymond Moody, Alfiar, Danae (arriba) y Carmen, X y Maria (abajo). |
<PUBLICADO
EN LA GACETA DE
CANARIAS EL 22-12-1991>
<PAGINA>: LA
OTRA PALABRA
<TITULO>: Una
experiencia compartida.
<FIRMA>: Alfiar
<CUERPO DEL TEXTO>:
Encontré
a Raymond Moody en el vestíbulo del hotel. Vaqueros, camiseta amarilla de manga
corta, tenis... Tenía ante mí a un hombre alto, grande, de unos cincuenta y
tantos años, poco pelo, rubio y canoso y con cara de niño travieso, que se
ocultaba detrás de unas grandes gafas de gruesos cristales. Me recordó a esos
científicos informales que aparecen en las películas americanas persiguiendo
utopías, metidos en propios y personales mundos, un tanto solitarios y acompañados
sólo por sus sueños y proyectos. Me gustó su aspecto, libre y desenfadado.
(...)
(...)
Estaba aquí, en Tenerife, traído por ALOE (Aula Libre de Orientalismo y Ecología),
Asociación surgida con la idea de tender un puente entre los aspectos menos
conocidos de las culturas Oriental y Occidental. ALOE viene organizando desde
el 20 de Septiembre hasta el 13 de Diciembre un ciclo de conferencias llamadas
genéricamente "Las Conferencias del
Viera" en colaboración con el Patronato de Cultura del Exc.
Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife.
Había un problema: él no hablaba español y
yo no hablaba inglés. Por suerte para ambos, había allí una señora que hacia la
labor de traductora. Estábamos en aquel lugar porque había sido convocada una
rueda de prensa para informar de la presencia en Tenerife de un científico de
la categoría de Raymond Moody. Cosa extraña, solo acudió Televisión y un
periodista que escribe una página semanal sobre temas esotéricos. Me pregunté
por que los medios de información tenían tan poco interés cuando se trata de
personajes relacionados con el mundo de la Ciencia y la Cultura.
En la larga conversación que mantuve con él,
Raymond Moody me preguntó que a qué me dedicaba y, a través de la señora que
hacía de intérprete le dije que había estudiado Historia, pero que me
encontraba profundamente interesado en la Historia de las Civilizaciones, sobre todo en sus
procesos evolutivos, si consideramos a las Civilizaciones y sus culturas como
seres vivos. Ante mi respuesta me pregunto si conocía la obra de Arnold J.
Toynbee y le contesté que sí que había trabajado sobre ella en la Facultad cuando estudiaba
y luego, frecuentemente, en mis propias investigaciones sobre este tema. Fue
entonces cuando me explicó que desde hacía algunos años y con motivo de algunas
experiencias, se había sentido interesado por la Historia, y sobre todo
por la Historia
de las Civilizaciones, por lo que se había matriculado en algunos cursos de
Historia. Coincidió conmigo en que la visión de cualquier estudio parcial sobre
algún aspecto de lo humano, quedaba como cojo y falto de perspectiva si no se
tenía en cuenta el contexto general de la Historia de la Civilización en que
se desarrollaba ese hecho, así como en el contexto general de la Historia de la Humanidad considerada
como un todo.
La conversación, aunque dentro de las
dificultades propias de la traducción. sobre todo en el nivel conceptual en que
nos movíamos, discurría llena de calor y comprensión. En aquel momento, a pesar
de que acabábamos de conocernos, estábamos unidos por la Historia. Pero el
contacto interno, el que se establece entre dos almas que se sienten afines y
que, tal vez por ello, compartían sus secretos, sin saber por qué ni como,
surgió cuando me hablo de una experiencia que había tenido años atrás y que era
la que le había llevado a interesarse por la Historia. Porque,
ante mi estupor, su experiencia, repetida en varias ocasiones, se parecía y
coincidía con otras experiencias mías acaecidas en Francia hacía ahora un par
de años.
Me contó que, estando en un lugar, de
pronto, el túnel del tiempo de descorrió y se vio así mismo en otro tiempo, con
otro cuerpo, en otra época. Era un pasado antiguo, en un espacio que él
identificó con algún lugar de Oriente Medio. Había una aldea, y por el
contenido de la experiencia, el tiempo podría remontarse al III o II Milenio a.
d. J. C.. Era un lugar apartado del resto de la aldea, estaba cercado por una
empalizada para ocultar a la mirada de las gentes el trabajo que allí se
llevaba a cabo. Un trabajo con fuego, con minerales fundidos. Aquellos hombres
llevaban tiempo investigando, buscando algo. Y Raymond Moody estaba allí,
participando de aquello, con otro cuerpo, con otra personalidad, saltando de
alegría, levantando los brazos al cielo, porque el resultado de aquellos
trabajos había dado su fruto, ya que allí, oculto a la mirada de todos, unos
cuantos hombres, entre los que se encontraba una personalidad pasada de nuestro
personaje, acababan de descubrir el hierro y, con ello, habían dado nacimiento
a la metalurgia y a una nueva época en la Historia de las Civilizaciones y de la Humanidad. Me
contaba como luego pudo corroborar consultando Historias de la metalurgia la
correspondencia de información con lo acaecido en su experiencia.
Dejándome fluir en esa corriente de simpatía
mutua que fluía entre ambos, y de la que era ajena nuestra intérprete, me sentí
inclinado a hacerle partícipe de mi propia experiencia. Me encontraba en
Francia, en un bello y hermoso lugar al este de Lyon. Había una vieja ermita a
la entrada de una enorme gruta llamada La Balme. Una placa sobre la puerta decía que era
del mil doscientos y pico, pero estaba construida sobre los cimientos de otra
más antigua, de principios de la Era Cristiana. No importa ahora ni el como ni el
por qué; el hecho es que logré entrar en ella a pesar de que llevaba cerrada
desde la terminación de la Segunda Guerra
Mundial. Algo me impulsaba poderosamente a hacerlo. Todo el interior se caía de
viejo y humedad. Incluso una pinturas con antiguos personajes que decoraban los
pequeños muros, se habían desprendido en su mayoría. Pero en uno de ellos, el
fenómeno que había acontecido a Raymond Moody se repitió conmigo: el túnel del
tiempo se descorrió y aquel personaje tomó vida. Algo, ¿la conciencia?, me unía
a él. Supe que era yo en un pasado lejano, y tenía simultáneamente conciencia
que él sabía que yo era él en un futuro lejano. Pero todo ocurría a la vez, en
una realidad sin tiempo, como si el tiempo se hubiera densificado y convertido
en espacio. El estaba vivo en su pasado, y ese pasado era ahora y yo estaba vivo en su futuro, que para su época también era ahora. Solo las personalidades eran
distintas, pues el ser que las animaba era el mismo, un sólo ser.
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Gruta de La Balme (Francia). Julio 1991. |
Una experiencia similar, se repitió días
después en Carcasona: situado entre dos de las murallas que cercaban la vieja
ciudad medieval, volvió a abrirse el túnel del tiempo y pude contemplarme en
forma simultánea, en ese mismo lugar, contemplando la ciudad, en tres momentos
del tiempo y con tres personalidades y conciencias distintas, situadas, una en
el pasado (S. XII-XIII); otra, en el presente (1990) y una tercera, que era la
misma de mi presente, en un futuro cercano, unos cuantos años mas allá de 1995.
Pero las tres eran una sola conciencia que contemplaba el cuerpo temporal de
una única realidad.
Después de contarnos nuestras respectivas
experiencias, quedamos mirándonos, los ojos perdidos cada uno en la profundidad
de la mirada del otro, allí donde uno puede ver todo el inmenso amor que se
encerraba en aquel ser que era Raymond Moody, y nos sonreímos con aire de
complicidad. Hay cosas que sólo se pueden transmitir con una mirada y con una
sonrisa.
Continuamos charlando de otras
coincidencias. Descubrimos que ambos estábamos trabajando sobre los aspectos de
una misma idea. Incluso él preparaba un libro sobre ello. La idea era la
correspondencia que existía entre el árbol y el hombre, así como sobre las
experiencias de muchos en una identificación con el árbol en la meditación y en
la contemplación. También hablamos de lo que representaba el árbol como
realidad simbólica, en su triple estructura, en su metabolismo, en su ciclo
vital y en la correspondencia que parecía existir con la triple estructura, el
metabolismo y el ciclo vital humano. Pero el problema, una vez más, fue la
falta de comunicación directa, la barrera del idioma. Por primera vez entendí,
en un nivel muy profundo de conciencia, lo que significaba la partición de
lenguas del relato bíblico, lo que significaba Babel. Aunque por otro lado,
algo intangible, etéreo, radiante, nos unía en la profundidad de nuestro ser,
anulando la separatividad que el lenguaje imponía en el exterior de la forma,
en el sonido de la palabra.
Me hubiera gustado hablarle en aquel momento
de otra correspondencia maravillosa y sobre la que guardaba fuertes y profundas
experiencias: la que existe entre la piedra y el hombre. Pero el diálogo volvió
al tema de la Historia.
Me habló de esa repetición cíclica de los procesos históricos
y sobre los que Joachim de Flore escribió en lo que se llama "El Evangelio Eterno",
recopilación póstuma de tres obras: "El
Libro de la Concordancia",
"La explicación del Apocalipsis"
y el "El Salterio de diez cuerdas",
de las que sólo las dos primeras pueden atribuírsele con toda certeza. Aunque
en "El Libro de las Concordancias"
Joachim sólo se propuso buscar las concordancias sincrónicas existentes entre
el Antiguo y Nuevo Testamento. Volvimos a coincidir en el tema pues éste es un
trabajo sobre el que investigo hace algún tiempo.
Referente al tema de la correspondencia
entre la Piedra
y el Hombre, al día siguiente, en una cena después de la conferencia de
Francisco López-Seivane sobre La Reencarnación, le planté el tema. Quedó muy
sorprendido de que yo también conociera ese tema, pues en su investigación
sobre el árbol, también había realizado derivaciones hacia esa otra correspondencia
entre la piedra y el hombre. Le comenté alguna de mis experiencias y quedó muy
pensativo manifestándome su asombro por la cantidad de coincidencias que había
entre ambos. Alguien que escuchaba nuestra conversación en la cena, comentó si
habríamos estado juntos en alguna vida pasada siendo brujos o algo parecido.
El tiempo pasaba sin que nos diéramos
cuenta. Llevábamos algo más de una hora hablando, contentos, felices de poder
compartir nuestras ideas y experiencias, ajenos a los problemas de la
traductora para traducir nuestras palabras en ambos sentidos. Las otras
personas que con nosotros estaban nos contemplaban asombrados sin atreverse a
interrumpirnos. Tal era la magia que nos unía. Pero una necesidad me obligaba a
interrumpir ese entrañable diálogo. Eran las ocho y media y yo tenía una cita
con el director de un periódico. Una cita que podía hacer realidad un viejo
sueño varias veces frustrado: el de escribir en un periódico regularmente, para
poder hablar sobre esos temas que para mí se expresan con La
Otra Palabra.
Nos despedimos hasta el día siguiente. Luego
me di cuenta que no habíamos hablado para nada sobre sus libros sobre "La Vida después de la Vida". No era
necesario.
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